lunes, 14 de julio de 2008

Namib, Oh Namib! (III)


Sentado en lo alto de aquella inmensa duna me imaginaba la escena: “los músculos de aquel muchacho de piel morena en tensión, en pleno apogeo mientras tensa su pequeño arco apuntando a aquel antílope…”



Hacía escasamente dos semanas que había llegado a aquel maravilloso continente, pero ya me sentía en completa conjunción con los acontecimientos que se producían desde hacía milenios en estas tierras australes. Atardeceres sobrecogedores de coloridos desconocidos para la comprensión humana; extensiones de terreno de una profundidad infinita; noches salpicadas de estrellas compitiendo por un lugar en el cielo; danzas y cantos africanos embriagadores y sugerentes, de sensualidades afrodisíacas…
Y aquí estaba yo, rodando, cayendo, arrastrándome y dando tumbos por estos montículos de arena de características hercúleas, sin poder casi creerme que durante tantos miles de años manadas de rebaños, carnívoros y seres humanos hubiesen atravesado este cambiante territorio, desafiante con las leyes de la resistencia física de todo ser vivo. Seres expuestos a sufrir los más atroces tormentos en una muerte anunciada por la deshidratación y la soledad.
Me vienen los recuerdos imaginarios de los sucesos de una lucha por la supervivencia de aquellos seres humanos arropados con un simple taparrabos, como si en mí también estuviera inscrito el código genético de los cazadores recolectores. Caminando, hundiendo mis pies en las flácidas arenas, suaves y sedosas del Namib, revivo todos sus instantes. Con mis labios resecos y sedientos clamando por un sorbo de agua, escocidos por el roce del viento del atardecer, siendo acribillado por el repiqueteo de los granos de arena chocando contra mi piel, siento una constante advertencia que me pone en su justo lugar.

Namib, es como te llaman en la lengua “nama”: que significa “enorme”, quizá porque por tus 80 mil kilómetros cuadrados de territorio pisaron los dinosaurios hace 65 millones de años, como lo hacen ahora los elefantes más grandes y poderosos de toda África y de todo el mundo, como también lo hacen los rinocerontes, la jirafa, el gran kudú, el springbuk, el órix del Cabo, el dik-dik de Kirk, el impala, la hiena parda, el león, el guepardo, el zorro orejudo, el zorro del Cabo y el chacal de gualdrapas.

Como lo hago yo en estos momentos que en mi insignificancia, me regocijo en tu grandeza. Porque albergas en tu seno a la
Welwitschia mirabilis, planta única en su especie, habitante silenciosa de tus tierras, longeva como pocas, ya que con sus 2.000 años de edad conoce los secretos de tus entrañas, robándote el rocío del desierto cada noche.


Ahora escuchas el llanto y sientes las lágrimas de los hijos de la tierra, de los que nunca debieron desaparecer de tu paisaje, de los que pisaron tus arenas, de los que te respetaron y te entendieron.
Ahora estás más solo que nunca, ¡oh! Desierto del Namib…
Agachado, de rodillas en tu crepúsculo, me baño en tu materia de granos anaranjados, me impregno de tus arenas y clamo junto con el grito de los ¡Kung san: “Namib, déjame ser parte de ti…”

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