sábado, 13 de diciembre de 2008

Primera Parte. Chile y sus Volcanes



¿Cómo puedes esconder 800 mil kilómetros cuadrados de tanta belleza?
Alardear de esa gama tan sugerente de colores y contrastes en tus cordilleras Andinas; de desiertos áridos e imágenes perpetuamente en sepia; de ese hielo perenne en constante solidez.
¿Y qué me dices de tus volcanes aferrados a su calor entrañable?
Cimas volcánicas en finas nieves; lagos de matices arcoíricos; glaciares de poetas en pleno trance; playas sugerentes de amantes poseídos en su desnudez febril.
Tus escarpados acantilados fueron inspiración de “extravagancias geográficas”, de célebres escritores que vieron en tu silueta el apasionado suspiro de los locos.




lunes, 8 de diciembre de 2008

Primera Parte. Bolivia, Rurrenabaque: Laguna de Patos.

Cuando miro mi mano derecha, concretamente el dedo meñique, se agolpan en mi mente tantos recuerdos y experiencias, esos que quedarán “in perpetuum” (para siempre) en el registro kármico de mi vida. Esos que me llevaré a la tumba; aquellas cosas tan gratas que estarán en “in articulo mortis” (en el último momento) de mi existencia.
“Verbi gratia” (por ejemplo) aquel cocodrilo “baby” que mordió mi falange dejándome esa cicatriz imborrable para que cada vez que la mire piense en qué habrá sido de su vida, si seguirá custodiando el río Beni, si habrá perdonado mi osadía y mi descaro al alterar su tranquilidad y su sosiego. Pero lo “quod scripsi, scripsi” (lo escrito, escrito está) y ya no puedo cambiar aquel “superavit” (exceso). Y ahora, cada vez más imperceptible, me cuesta hasta localizarla, cuando rememoro aquellos hechos. Y al hacerlo veo colgado de mi dedo a aquel saurópsido, por insolente, como si quisiera decirme, “suum cuique” (a cada cual lo suyo).
En 1990, después de 27 horas de frío, calor y poner la vida en vilo en aquella carretera que los autóctonos llamaban “de la muerte”, llegué a Rurrenabaque desde La Paz, conocida como “la perla turística del Beni”, el bosque húmedo más diverso y rico de Bolivia, con un registro todavía incompleto de más de 988 especies. Y pisé esta tierra cuando aún no había sido declarada Parque Nacional Madidi en el año 1995.



Ahora mi mirada se dirige a mi tobillo derecho, allá donde un caprichoso insecto quiso dejar una larva para que mi sangre caliente le sirviera de refugio y hogar. Una mañana, después de pasar 30 días agónicos en la selva amazónica de Bolivia, me levanté en un modesto hostal de Rurrenabaque para caer de bruces, sin entender que era lo que le pasaba a mi pierna, en concreto a mi pie, el cual era incapaz de aguantar mi peso. Y aún recuerdo la sonrisa maliciosa de aquel indígena “mastica coca”, que durante toda la travesía nos había servido de guía y que ahora se convertía en la máxima esperanza que tenía para poder caminar como persona decente sin tener que arrastrarme a cuatro patas.


Hartas bocanadas de humo exhaló de un cigarrillo aquel personaje antes de colocar una cinta aislante embadurnada de nicotina sobre el agujero que aquel insecto había dejado en mi tobillo. Y por arte de magia la hinchazón cedió y la larva murió dejando un alivio en mi extremidad que llevó la cordura nuevamente a mis actos. Aún noto abultamientos en mi garganta cuando recuerdo las palabras agraciadas de nuestro guía al relatar cuantos habían sucumbido a picadas y protuberancias en el cuerpo, producidas por diminutos asesinos que acechan pacientemente al inocente y desafortunado incauto que pasea su despensa caliente y sanguinolienta por estas tierras inundadas de millones de insectos dispuestos a no perder una oportunidad tan sugerente.


jueves, 27 de noviembre de 2008

Segunda Parte. Bolivia, Rurrenabaque: Laguna de Patos

¿Por qué extraña razón los padres de Juancarí se habían empeñado en llamarle “Carí el Manechi”? Por aquel entonces nunca pudo entenderlo, pero ahora, allí tumbado, desangrándose y al borde de la muerte lo había entendido a la perfección.
Y sus recuerdos le llevaron al momento en que se despedía de Anakoya, su esposa, con la promesa de traer el sustento para sus hijos, el alimento con el que ancestralmente sus antepasados habían mantenido a su pueblo. Él era un “Tacana”, un orgulloso indígena originario del norte de Bolivia, de las áreas del bosque montano de la zona de Ixiamas, Tumupasa y del monte de la serranía de Tutumo.
Juancarí había remontado el río Beni una mañana de Octubre con la esperanza de cruzarse en su camino con un “chancho del monte”, quizá con un “chancho tropero” o por qué no, con un “venado andino”. Cazaría lo necesario para mantener a los suyos durante el duro invierno que se avecinaba y los animales abatidos por él serían venerados en un ritual de agradecimiento y respeto, que se reconocía consuetudinariamente en los registros culturales de su pueblo. Los indígenas de la zona habían mantenido un perfecto equilibrio con su medio y con los seres vivos que formaban parte de su cosmos y de sus vidas.


Agazapado, atento y presto a cualquier movimiento o signo que le indicara la presencia de una presa, Juancarí no se percató del ataque fulminante de aquel jaguar. Raudo, preciso, certero y mortal por necesidad, el felino se lanzó sobre el cazador cazado comenzando una lucha por la supervivencia como nunca la naturaleza tuvo la oportunidad de presenciar.

Aquel indígena, prieto, robusto y cejudo no estaba dispuesto a dejar su vida fácilmente y la reyerta que se desató entre hombre y animal alarmó los anales de la selva tropical del amazonas boliviano.

Un certero golpe deja aturdido al Jaguar que entre gemidos y aspavientos furiosos se retira a toda prisa hasta su guarida para reponerse del estacazo que casi lo deja en la inconsciencia. Mientras tanto el hombre con heridas profundas por unas garras afiladas como cuchillos se retuerce de dolor mientras intenta evitar que la sangre sigua fluyendo como torrente de aguas desbordadas.

“Carí el Manechi”…, ahora cobraba todo su sentido. Él era un superviviente, un “Tacana” único entre los suyos, un habitante del Beni. Por eso sus padres, aquellos que durante toda su existencia se habían alimentado de los monos Manechi, habían visto en su hijo un descendiente de esa especie fuerte, duradera y capaz de resistir los envites de la vida. Una especie, los monos, a los que veneraban por su entrega y amor a los “Tacana”, aquellos que habían alimentado generacionalmente a los padres de sus padres.

Pero la lucha por la vida sólo habia hecho más que empezar...



domingo, 16 de noviembre de 2008

Tercera Parte. Bolivia, Rurrenabaque: Laguna de Patos

Juancarí sabe que el yaguaraté volverá, que no cejará en su empeño de cobrarse su presa. Se ha retirado, aturdida, pero ese lapsus será tan solo temporal y vendrá a por él, tan seguro como que todavía respira.
El olor de su sangre es una fragancia que se extiende por la selva amazónica embriagando a todos sus habitantes, pero ninguno iguala en poderío a ese felino, a ese poderoso animal que con sus 1,7 metros de longitud, una altura de 75 cm. y casi 100 kilos de peso, es capaz de aniquilar de una sola zarpada a un tapir o a un caimán.
Al que llaman “Carí el Manechi” todavía recuerda cuando su padre le contó cómo un jaguar se llevó a Ichema del campamento que habían establecido durante una batida de caza. En el sueño de la noche, el hermano mayor de Juancarí, había sido arrastrado de su refugio hecho de troncos y ramas, para no saberse nunca más de él, ni siquiera sus restos habían sido hallados para poder enterrarlos y llorar sobre su tumba. Nadie en el campamento había oído ni sentido nada. El sigilo, la rapidez, la viveza y la habilidad del jaguar eran cualidades bien conocidas por todos los autóctonos del lugar y esa noche había hecho alarde de ellas.




Con un esfuerzo tremendo logra levantarse. Pronto anochecerá y su vida correrá más peligro que nunca, pues el jaguar es hiperactivo de noche y obstinado, muy obstinado, sobre todo cuando una hembra tiene que alimentar a 4 cachorros. Sabe que vendrá a por él en cualquier momento. Con un dolor insoportable que le quema las entrañas comienza a caminar hacia el río. Su única salvación es tirarse a las aguas del Beni para que éstas lo arrastren lejos de allí.
Aún no entiende cómo ha podido escapar al zarpazo mortal del yaguaraté, quizá su instinto de supervivencia le avisó en el último instante y por eso las garras afiladas del jaguar no habían penetrado en sus carnes musculosas lo suficiente como para desgarrar sus pulmones. Luego, en la reyerta entre hombre y bestia, había podido agarrar un palo y asestar un golpe tan brutal que hubiera acabado al instante con cualquier otro ser vivo.


En la tranquilidad de su refugio, yaguaraté sangra por la herida infligida por el que debería ser ahora su comida y la de sus cachorros. Limpia la sangre que ha fluido del corte producido por el golpe tremendo que ha recibido de esa presa que creía tener garantizada. Aparta con su hocico a sus crías que le reclaman insistentemente alimento. Olfatea el aire, ese aroma penetrante que se introduce por sus narices siguiendo el camino traquial, llegándole a sus terminaciones nerviosas que recorren acaloradamente el camino hacia el pasado, son descargas eléctricas que le traen recuerdos instintivos, gustativos, sensoriales… Ese tipo de presa ya la había degustado anteriormente y un impulso irrefrenable invade su cerebro y sus músculos se tensan.



Juancarí oye un rugido detrás de él. El corazón le palpita de forma desbocada, la sangre comienza nuevamente a fluir por la enorme herida que le ha desgarrado el pecho. El río está cerca y con un esfuerzo sobrehumano aligera el paso. Siente el aliento del felino a sus espaldas y de pronto un desgarro en su dorso lo tira de bruces, cayendo a un metro de las aguas del río Beni.


En aquel punto la corriente es muy fuerte y tan solo necesita un impulso para que su cuerpo quede a expensas de las aguas bravas. Pero el jaguar le ha atrapado una pierna clavando y penetrando sus colmillos en el muslo, produciéndole un dolor insoportable, mortífero, devastador. Con todas sus fuerzas se arrastra con las manos desgarrando el suelo y destrozándose las uñas, intentando deszafarse de aquella bestia, pensando en dejarse ir, en perder el último combate de su vida y entregarse a la muerte. Pero finalmente su cuerpo entra en el río y el jaguar, al que no le gusta zambullirse, lo suelta, perdiendo así nuevamente a su presa, mientras observa como las espumas burbujeantes de aquel muro de agua se la lleva a gran velocidad.




sábado, 15 de noviembre de 2008

Cuarta Parte. Bolivia, Rurrenabaque: Laguna de Patos

La yema de su dedo recorría esa espina dorsal delicada y sugerente, ondeando en su viaje los montículos carnosos que casi se transparentaban. En su recorrido chocaba con finas gotas de agua que eclosionaban una detrás de otra, rompiéndose en su liberación y resbalando hasta la fina hierba de la selva. No se atrevía a atravesar la línea divisoria que separaba sus extremidades inferiores y volvía a ascender, temblando, sintiendo el ahogo placentero del zumbido de la sangre en su cabeza.
Anakoya lo miraba divertida, mostrando poco de esa timidez que tanto había hecho sufrir a Juancarí y giró su cuerpo desnudo para mostrarse en plenitud, entregándose por primera vez en su vida a un hombre - a su hombre -. Por eso no era extraño que su piel se ruborizara y se encogiera de pasión, que su cuerpo se tensara y que tuviera que hacer verdaderos esfuerzos para no llegar al éxtasis del orgasmo antes de que la poseyera en plenitud.



El sabor salado de su piel se mezclaba con el olor texturado de su cuerpo, con el aliento materializado en la incandescencia de la noche. Los sonidos del Amazonas se confundían con sus gemidos y lamentos, con sus fricciones y exaltaciones. El camino que dejaba con su lengua indicaba su objetivo y como en un fuego de ardores combustibles saboreó la perla de los mares en una ida y venida de colores, sintiendo en su boca el dulzor y el suave tacto que tanto había deseado, mojándose más y más con la esencia del vital licor de los dioses.
Levanta su cuerpo desnudo, con esa potencia desbordada, dispuesto a estallar en la fiebre desatada y en ese momento, sintiendo un calor desmesurado y apretado, revienta en mil relámpagos de eléctricos destellos, oyendo a su amada chillar en un jadeo constante. Son convulsiones en el bajo vientre que le hacen perder el sentido, que lo precipitan barranco abajo en una carrera descontrolada; una y otra vez, una y otra vez su líquido elemento se mezcla con la dúctil fragancia de su amada.

Los sonidos de la selva comienzan a recobrar su significado lentamente. Siente al “Tatú Carreta” excavando en la tierra mojada, al “Taruca” olfateando la hierba, al “Oso de Anteojos” retozando en el agua dulce del Beni y oye el leve chillido del “Mono Manechi” insistente, como queriendo despertarle de un letargo sensual y empalagoso, llevándole a un sufrimiento desmedido.
Juancarí abre los ojos y allí lo encuentra, al jaguar, erizado disponiéndose a saltar sobre él. Toda la noche ha seguido el curso del río tras el despojo ensangrentado que le servirá para alimentar a sus cachorros. Ahora se dispone a cobrar lo que es suyo.
“Carí el Manechi” solo tiene tiempo de rodar para volver al río, pero el jaguar ya está sobre él, cayendo al agua los dos y siendo arrastrados por la corriente. Por primera vez, en esa lucha por la supervivencia, Juancarí tiene ventaja frente a su verdugo y en un ataque de locura irrefrenable sumerge una y otra vez a yaguaraté bajo las aguas fangosas, sintiendo como el monstruoso animal pierde por momentos sus fuerzas.
100 kilos de poderío no es enemigo fácil y Juancarí siente un nuevo zarpazo en su hombro derecho que lo hace llorar de dolor, más si cabe. Pero esta vez no ha sido para atacar su cuerpo maltrecho, sino para salvar su vida de un ahogamiento seguro. El jaguar patalea para conseguir llegar a la orilla y Juancarí lo sumerge en su delirio desenfrenado con tanta rabia y enloquecimiento que la selva emite un sonido atronador como nunca antes se había sentido en ella. Pero una reacción incomprensible hace que “Carí el Manechi” suelte al felino para que consiga llegar a la orilla del río.
- ¿Por qué incomprensible razón he hecho eso?
Solo un Tacana sería capaz de sobrevivir a semejante carnicería, el recuerdo de su mujer Anakoya y de su hijo Ichema el Yaguaraté – nombre que pusieron a su hijo en honor a su hermano -, le lleva una y otra vez al mundo de los mortales.

sábado, 25 de octubre de 2008

Quinta Parte. Bolivia, Rurrenabaque: Laguna de Patos


Entre finas gotas de suave bruma, aquella noche Juancarí y Anakoya ascendieron a los montes de Tesalia, junto a los Dioses del Olimpo, retozando en los Campos Elíseos, fundiéndose, delirando, exultándose en un sueño de oníricas efusiones, provocando una explosión de fósforo, aminoácidos, potasio y lúcidas hormonas, resbalando por el misterioso laberinto de oscuras cavidades, depositando apaciblemente una semilla en el centro del corazón de “Hera”, la diosa del alumbramiento. Fue así como concibieron, en su primera noche, en su primer acto, a Ichema, su hijo.

¿Por qué incomprensible razón había hecho eso?
Agarrado a un tronco, “Carí el Manechi”, descendía por el río Beni arrastrado por la corriente, golpeándose con las rocas, tragando bocanadas de agua que le inundaban los pulmones, sintiendo el pálpito del ahogamiento en sus sienes, al filo de la hipotermia, careciendo del más mínimo resquicio de calor humano, con el color pálido que lo asemejaba más al mundo de las ultratumbas que a los tórridos barrizales del verano. Dejaba un rastro de rojo fosforescente, para sugerencia de caimanes, babosas y oportunistas chupasangres, cuando en un último impulso, su cuerpo hecho jirones, se posó en un fangal de lodo, barro y excrementos deposicionales. Ya no sentía dolor y en su cabeza resonaban las palabras de los más viejos del poblado diciendo a los jóvenes - ávidos de experiencias y aventuras - que cuando ya no se siente el resquemor de las heridas, estás más muerto que vivo.



Anakoya partió a la jungla sola, como lo habían hecho todas las mujeres de su estirpe, para tener a sus hijos en los márgenes del río Beni. Agarrada a dos ramas y de cuclillas, apretaba en silencio, sin emitir quejido alguno, sin exteriorizar dolor en su rostro, omitiendo cualquier tipo de sufrimiento en vano. Las contracciones eran cada vez más fuertes y tan solo se permitía el respirar fuertemente de vez en cuando, para nuevamente comenzar el brío del parto. Pronto sintió cómo la cabeza del bebé empezaba a salir y empujó más y más para que su hijo sintiera por completo la luz de aquel día lluvioso. Al límite de sus fuerzas, Anakoya, sintió el llanto fuerte y profundo de aquel robusto niño, que empapado en el líquido amniótico del nacimiento, ponía a prueba sus pulmones heredados de los Juancarís, anchos y profundos. En aquel mismo momento la espesura de la jungla se inundaba de un aullido que eclipsaba la frondosidad de la vegetación, acompasando los bramidos de Ichema con los rugidos de Yaguaraté.



Juancarí, al borde de la histeria, esperaba pacientemente a que su mujer le trajera a su hijo, como lo hicieran el padre de su padre y todos sus antepasados. Hubiera dado la vida por poder acompañar a su Anakoya, pero la tradición de su pueblo imponía las leyes consuetudinarias - sociales y de comportamiento - y él no sería el primer “Tacana” que las transgrediera. Estaba a punto de reventar cuando vio a su mujer empapada en sangre y sudor aparecer a lo lejos con aquel pequeño cuerpo entre sus brazos. Al llegar a su altura extendió los brazos y agarró aquel cuerpecito indefenso, tierno y palpitante entre sus dedos. Acercándolo a su cara sintió la calidez del aliento de su hijo, exhalando e inhalando sobre su rostro, con toda la ternura de una nueva vida pura y apacible. Juancarí cerró los ojos y dejó que esa sensación lo inundara por entero, recorriendo todas las terminaciones nerviosas de su cuerpo, sintiendo el revoloteo de sus órbitas oculares estallar en centelleantes estrellitas, reconociendo la esencia de su descendencia en la erección de sus poros…

Lentamente, Juancarí, comienza a recobrar el conocimiento y siente un aliento cálido en su boca. Se estremece.
Es Ichema!!!, sólo él puede hacerle sentir ese dulzor del vaho aromático e inocente exhalado por un ser de esencia noble. Con la euforia de la alegría alucinatoria, “Carí el Manechi” abre los ojos y frente a él, a escasos centímetros de su cara, se encuentra el “Jaguar”.

viernes, 24 de octubre de 2008

Sexta Parte. Bolivia, Rurrenabaque: Laguna de Patos

Aquel hombre de voz ronca, ligeros movimientos y mirada perdida se concentraba absorto en su relato. Las sombras y reflejos que producían las llamas de la hoguera en su rostro enfatizaban las tenues líneas de su expresión al describir los sucesos que acontecieron aquel día en la selva en el que hombre y jaguar se miraron fijamente a los ojos.
Creí ver cómo una lágrima se escapaba a su control recorriendo lentamente su mentón, pero haciendo un gran esfuerzo intentaba desprenderse de las emociones y sentimientos que le traían aquellos hechos. Ichema hizo una pausa para inmediatamente proseguir con aquella historia apasionante.
Yo, por mi parte ni me acordaba de las molestias y punzadas que llevaba todo el día sintiendo en mi dedo meñique - producto de la dentellada poderosa del, todavía aún, caimán “baby” - inmerso, como estaba en el mundo al que me había llevado aquel al que llamaban “Yaguaraté”.
Allí, perdidos en algún lugar de la selva boliviana, un grupo de locos aventureros rodeábamos el fuego que habíamos prendido en la noche para aliviar nuestros huesos humedecidos por la humedad de la jungla y espantar a mosquitos, hormigas asesinas e insectos diversos que atormentaban nuestra piel y ponían a prueba nuestra paciencia, mientras escuchábamos atónitos una historia que se nos antojaba irreal y surrealista.
Por mi espina dorsal recorría un escalofrío a modo de impulsos vibrantes que chocaban insistentemente en mi nuca, dejando grabado en mis registros neurológicos las experiencias sensitivas de aquellos días, de lo que debió sentir aquel hombre desgajado aferrándose a ese hilo de hálito empeñado en tomar los gases de la vida en el exterior, entre dolores y estertores.



A escasos centímetros de su cara, el jaguar lo miraba fijamente, una mirada penetrante que sin embargo escondía una paz sublime. Juancarí sintió esa contemplación ahondando más allá de su horizonte, rozando frenéticamente el límite de su aguante. Fue como caer en un abismo de enormes inquietudes al sentir un extraño alivio de saber que su final lo marcaría aquel animal fascinante de belleza sin igual, poderoso ganador en la lucha por la subsistencia.
Incomprensiblemente yaguaraté seguía allí, mirándole insistentemente, rozando sus pronunciados bigotes con los labios de su víctima, como queriendo absorber la energía vital de su presa, sin reclamar de momento lo que era suyo, lo que se había ganado con su tenacidad y osadía.
A Juancarí aquellos segundos le parecieron eternos, sumiéndole en un estado de sopor delirante, de entrega total. Pero lo más curioso era que se sentía bien, que esos ojos le habían llevado a un hechizo de tranquilidad y de bonanza como nunca antes había sentido.



Todo sucedió de forma delirante. El crujir de los huesos de su pie izquierdo resonaron en la profundidad de la selva a la vez que un dolor agudo y desolador lo transportaba nuevamente a la realidad de un sufrimiento inaudito. Totalmente contrariado y aturdido era arrastrado por el pie que había sido destrozado por una fuerza descomunal hacia las aguas embarradas del río Beni.
Con los reflejos que caracterizan al Jaguar éste dio un salto hacia atrás de forma instintiva, saltando y abalanzándose sobre el Caimán, que se aferraba al pie de Juancarí, a la vez que le lanzaba un zarpazo que hizo que soltara el miembro sanguinolento de “Carí el Manechi”.
A partir de ese momento todo fue confuso para aquel “Tacana”, para aquel bravo indígena al que le había tocado vivir una de las experiencias más trágicas que se recuerdan en Madidi. Pocos hombres son capaces de sobrevivir a semejantes acontecimientos y menos explicarlos sin que sean tachados de mentirosos, pero “El Manechi” era portador de aquellas enormes cicatrices y heridas, así como de la cojera en su pierna izquierda, que le dejó la selva en su cuerpo, por lo que pocos eran los que se atrevían a poner en duda su vivencia vital.




El Caimán lanza un ataque vertiginoso contra el felino que había osado quitarle su alimento haciéndole retroceder, pero no sin antes clavarle una fuerte dentellada en el costado desgarrándole y haciéndole emitir un fuerte gruñido de dolor. La pronta reacción del Jaguar no se hace esperar y girando sobre sí mismo se abalanza sobre el caimán cayendo sobre su lomo donde clava sus afiladas uñas e incide un fuerte mordisco en la cabeza del “Yacaré”. A pesar de la fuerte coraza y los tres metros de tamaño del “Aligator”, este se retuerce y se bate en retirada hacia la protección de las aguas turbulentas del río con unas profundas lesiones de las que posiblemente no sobrevivirá.
El Jaguar yace en el suelo, sangrando, pero su herida no es mortal. Juancarí alza la cabeza y nuevamente sus miradas se cruzan. Con un gran esfuerzo se incorpora al mismo tiempo que “Yaguaraté” se levanta y va hacia él. No hay dolor, no hay odio, no hay resentimiento, solo respeto, admiración y comprensión… La mano de “El Manechi” se posa sobre el Jaguar y éste le responde lamiendo su rostro. Nunca más se volverán a ver, pero sus almas han quedado selladas de por vida, más allá de la comprensión humana y terrenal.


Unos pescadores encontraron a Juancarí a orillas del Beni. Lo llevaron al poblado destrozado, lleno de sangre y heridas, con los huesos de su cuerpo rotos y partidos, lleno de pústulas supurantes, alucinando en un delirio febril de aquelarres fantasmales, retorciéndose entre jadeos incomprensibles, vomitando espumarajos y líquidos gástricos, borboteando aire por los agujeros de su pecho, cubierto de una mixtura de sus propias heces y orines con excrementos de animales…

Ichema nunca se cansaba de escuchar a su padre, aquel al que sus abuelos llamaran “El Manechi” y por un impulso casi compulsivo hinchaba su pecho cuando Juancarí, con gran orgullo le llamaba: Ichema “El Yaguaraté”.


lunes, 13 de octubre de 2008

Vive la "fiesta" de mi muerte.



Nací, crecí y viví para ser libre, pero mi muerte se convirtió en un espectáculo de gritos, sangre, tortura, lujuria y depravación, nada que se le parezca a la muerte digna que tiene que tener cualquier ser vivo.
Las campiñas verdes que me invitaban a corretear, a rezongar y, por qué no voy a decirlo, a retozar con las vacas que merodeaban coquetas a mi alrededor, son una nebulosa en mi mente, un recuerdo frustrante y desolador en estos momentos de tristeza. Ahora, ahora que cuelgo en este gancho carnicero veo a mis destripadores sonreír mientras rajan mi estómago y desparraman mis tripas por el suelo.

Me despojaron de las orejas y de mi hopo abundante en pelo, ese rabito que movía y lucía tan lustrosamente espantando moscas y moscones mientras me sentía el rey de los campos y praderas. No me pregunten cómo ni por qué, pues eso ya no me importa, solo sé que me arrancaron la vida y la libertad.



Yo nunca quise hacer daño, solo luché por vivir, por seguir respirando el aroma de la hierba recién mojada, por seguir bañándome en la luna llena de noches fosforescentes, amor de toro y luna, ese que dio lugar a poesías y canciones.


Pero creo que estoy dando muchas vueltas y seguramente les aburro con tanta perorata, aunque si disponen de unos minutos, esos que me faltan para dejar de ser tan bravo, quizá pueda explicarles cómo he llegado hasta aquí, a esta situación tan desesperada y aparatosa.

Me vinieron a buscar una mañana muy temprano. Mi hocico me decía que ese día no iba a ser como los que estaba acostumbrado a vivir en aquellos inmensos campos de verdes pastos y rabos sugerentes, allá, en la lontananza, donde enredaba a mis anchas.
La brusquedad del traslado me hizo presagiar que algo extraño iba a suceder, algo que me llevaba a un destino fatal. Claro está que yo, siendo un toro bravo y de casta como soy, me resistía a que me impusieran otra voluntad que no fuera la mía y, por qué no voy a decirlo, si la madre naturaleza me había dotado de estos cuernos y de esta fuerza descomunal, ¿cuál sería la razón para no usarlos legítimamente?

En mi inocencia animal nunca embestí con engaño, nunca utilicé artes ni artimañas traicioneras. Quizá esa fue mi perdición, pues inmediatamente me dí cuenta que perdería la partida desde el momento en que sentí el puyazo que me hizo sangrar por primera vez en mi vida. Ese bípedo que conocía de lejos y que nunca entró en mi territorio, ahora me zarandeaba acostumbrado a jugar con mentiras y ardides, con saña y sadismo. Mi desesperación y mi agobio iban creciendo con cada golpe que recibía, con cada deshonra que me infringían.


Todo sucedió rápidamente, aunque el sufrimiento que aún arde en mis vísceras parece como si quisiera permanecer adherido a mi cuero negruzco toda la eternidad, como savia pringosa de árbol mortecino. Ahora, destripado, desorejado y humillado solo espero el estoque final, pues en la euforia de la celebración sanguinaria de mi muerte tortuosa, se olvidaron de rematarme definitivamente, de acabar con mi agonía y me engancharon a cuatro mulos malolientes y aquí me dejaron, colgado como un pendejo, para ser testigo y consciente de cómo unos eunucos pendencieros descuartizan a este toro bravo que una vez fui, con tan malas habilidades y mañas que aún sigo vivo para relatarles esta desgracia.

Sigo dando vueltas y vueltas, pero como les decía al principio todo fue confuso. En mi furia desatada, entre bastonazos, pinchazos, trancazos y la oscuridad del cajón en el que me metieron, se abrió un portón al que presto me lancé como un loco, viendo en aquella abertura el escape a mi infortunio, lleno de miedo y agonía. Si amigos, no se lleven a engaños, pues aunque ahí me vean tan pesado y voluminoso, mis delgadas patas pueden llevarme raudo como el viento, veloz como un soplo. Para que vean que no les engaño pueden preguntarle a la “vaca chicuelita”, que aunque corría y corría nunca escapaba a mis envites amorosos, a la cual hice retozar tantas veces en un tolón - tolón de placer sin igual.
Pero allí estaba yo, corriendo como poseso sin encontrar esquinas ni recovecos, en aquel lugar circular que más bien me parecía una cárcel, entre gritos y destellos que aparecían y desaparecían como de la nada.


Me cansé prontamente, pues no caí en la cuenta que para entonces había perdido mucha sangre. Nunca imaginé que aún me quedara tanto y tanto de ese líquido en el cuerpo; elemento espeso que derramé a raudales por todos los agujeros que me abrieron. La vomité por la boca, la expulsé por la corcova, cayó por donde no sabía que podía derramarla y no la eche por el meato porque en la tragedia de mi muerte me resistía a comportarme como indecente. Aunque, ay de mi, hubiera echado hasta el mondongo si con ello me hubiera garantizado la huída de mis verdugos torturadores y los agravios matariles que me dieron.

“Olé, olé…” Sonido inocuo y cochambroso ¿Qué era ese griterío que resonaba en mis oídos? ¿Qué clase de bestias irracionales me rodeaban? ¿Qué podía haberles hecho yo? A aquello le llamaban fiesta, arte, diversión y yo era el invitado principal, aquel al que no habían pedido opinión, el bufón del reino al que iban a tronchar morcilleramente.




Me pusieron ante un muro y lo embestí, pues como ya dije esa es mi naturaleza, pero esta vez actué más por el miedo que empezó a embargarme que por el poderío de toro bravo. Una y otra vez, una y otra vez y así hasta cuatro veces retorcieron sobre mí una pica de dimensiones descomunales. Un dolor irresistible se agarró de mi lomo dejándome casi sin sentido. En el cuello, delante de la cruz se había abierto una brecha de 14 centímetros de profundidad y 40 de extensión por la que emanaba la sangre que aún quedaba en mi cuerpo como efluvio de fuente matutina, agotando más si cabe mis fuerzas, penetrando y perforando un pulmón, que me desangró hasta límites incomprensibles, destrozándome los músculos del trapecio, del romboideo, del espinoso y semiespinoso, de los serratos y transversos del cuello, lesionándome, además, los vasos sanguíneos y los nervios.




Hecho una piltrafa, no por ello iba a dejar de demostrar mi valor y mi entereza y entre pases de capote y de muleta iba camino a un final anunciado, ya a estas alturas, deseado. Pero que equivocado que estaba si creía que la muerte presta iba a acudir en mi auxilio y a acabar este tormento. Afilados arpones de 8 centímetros empezaron a clavarme en el mismo sitio ya dañado, evitando que la hemorragia desbocada diera una tregua a este cuerpo tan maltrecho. El roce de la muleta, el movimiento y el peso de las banderillas prolongaron el ahondamiento y el destroce de las heridas internas, desgarrándome los tejidos y la piel que una vez lucí tan lustrosamente.

Delante de mí se pone ese Pavo Real, sacando pecho, creyéndose tan valiente y un gran artista, pero ya a estas alturas me da igual, solo le pido que haga penetrar el acero frío en mí cuanto antes. Pero su bravata machista parece que no tiene límites ni final. Si pudiera levantar la cabeza y seguir embistiendo, pero mi columna vertebral está desgajada y malherida.
Finalmente, me atraviesa con 80 centímetros de espada que me destroza el hígado, los pulmones, la pleura y la arteria mayor, lo que hace que vomite sangre a raudales por la boca y la nariz. Me tambaleo y busco por última vez una salida que me lleve a mis verdes prados, al barro fresco y seductor que se forma después de esas lluvias otoñales y que me empapaban por entero. Y mientras busco la puerta por la que me hicieron entrar en este ruedo de muerte, me apuñalan en la nuca, una y otra vez, hasta que caigo en la arena mojada por mi propia sangre.



Un matarife, cateto y analfabeto me secciona la médula espinal, bueno, o eso intenta, porque en su incompetencia no ha conseguido seccionarla y aquí estoy como les dijera, vivo y consciente todavía, siendo arrastrado por estos mulos, entre vítores, gritos y alaridos camino al gancho del descuartizamiento.



Ustedes me perdonen si estas fotos que les muestro son desagradables e hirientes para la sensibilidad, pero es la historia de mi existencia y aunque no pretendo hacerles cambiar de hábitos y costumbres, quería hacerles partícipe de mi vida y de mi muerte, pues dicen que en la verdad no hay traición ni engaño siendo esta mi realidad que es la única que tengo.
Ahora me despido de ustedes, pues ya la agonía ha llegado a su fin y vuelvo a mis campos serranos que un día me vieron nacer y crecer en libertad.



Fuentes Fotos: www.torosdelidia.org y www. taringa.net

sábado, 11 de octubre de 2008

1ª Parte. La Etnoarqueología ¿Qué es?


La Nueva Arqueología, desde sus comienzos, puso gran énfasis en la explicación, en concreto, en cómo se formó el registro arqueológico y qué significaban las estructuras y artefactos excavados en relación al comportamiento humano. Se comprendió que uno de los medios más efectivos para resolver estas cuestiones sería estudiar la cultura material y el comportamiento de las sociedades vivas.
El 99% de nuestra Historia, la del ser humano, es Prehistoria, por lo que no es inútil cualquier intento de llegar a la comprensión de los procesos que se produjeron durante este largo período de tiempo.



La arqueología hoy día se comprende como una ciencia multidisciplinar, donde innumerables disciplinas científicas y humanísticas se unen para nuestra mejor comprensión del pasado. La etnoarqueología es una más.
La etnoarqueología indica los medios a nuestro alcance para hacer viva nuestra prehistoria mediante ejemplos escogidos de las sociedades correspondientes en el mundo. Por tanto la arqueología puede estudiar los pueblos de la Edad de Piedra y del Neolítico de nuestros días para poder penetrar en el pasado viviente, en otras palabras, para crear lazos con el pasado mostrando procesos sociales vivos.
Los restos arqueológicos son como pisadas en la arena; sólo una mínima parte de lo que existió se conserva. La mejor parte fue rescatada para reutilizarla y el resto fue destruida. ¿Podemos interpretar, pues, el material arqueológico para poder reconstruir cómo vivía y se relacionaba la gente?



La arqueología es el “tiempo pasado de la antropología cultural”. Mientras que los antropólogos culturales basan sus conclusiones en la experiencia de la vida real dentro de comunidades contemporáneas, los arqueólogos estudian las sociedades del pasado, principalmente a través de sus restos materiales.
Pese a ello, una de las tareas más arduas para el arqueólogo en la actualidad, es saber cómo interpretar la cultura material en términos humanos, ¿Cómo utilizaron esos recipientes? ¿Por qué algunas viviendas son circulares y otras cuadradas?
Aquí los métodos de la arqueología y de la etnografía se superponen. En las últimas décadas los arqueólogos han desarrollado la etnoarqueología, en la que, al igual que los etnógrafos, viven en comunidades contemporáneas, pero con el propósito específico de entender cómo usan la cultura material dichas sociedades, cómo fabrican sus útiles y armas, por qué construyen sus asentamientos, dónde lo hacen, etc.



Por otro lado nos damos cuenta que sólo podemos entender el registro arqueológico si entendemos detalladamente cómo ocurrió, cómo se formó. Los procesos postdeposicionales son, en este momento, un foco de estudio intensivo. Es aquí donde la etnoarqueología adquiere su verdadero sentido, en el estudio de los pueblos vivos y su cultura material.
David Hurst, en sus estudios sobre la cultura al oeste de Norteamérica se plantea la pregunta ¿Cómo fue creado el registro arqueológico? Según Hurst empleamos la etnoarqueología para ver cómo las cosas entraron en el registro arqueológico. Para él hay ciertos procesos que son independientes del tiempo y del espacio. Comprender cómo operan hoy dichos procesos nos da las herramientas para comprender cómo funcionaban ciertas tecnologías, cómo opera la gente y cómo se traslada al registro arqueológico.



Por otro lado las prácticas de sacrificio entre los cazadores recolectores actuales llevado a cabo por Lewis Binford entre los esquimales Nunamiut de Alaska, le ha proporcionado nuevas ideas sobre el modo en cómo puede haberse formado el registro arqueológico, permitiéndole evaluar los restos óseos de animales comidos por los hombres primitivos en otras partes del mundo.
Peter White, de la Universidad de Sydney, afirma que no puede comprender cómo un arqueólogo puede evitar ser etnoarqueólogo. Según White la etnoarqueología es importante para proceder en las excavaciones.
Así, por tanto, la etnoarqueología es una aproximación indirecta a la comprensión de cualquier sociedad del pasado.

viernes, 10 de octubre de 2008

2ª Parte. Imágenes del Pasado. La organización social.


Probablemente nuestros antepasados tuvieron una organización social y una relación entre hombres y mujeres similar a la de los pueblos primitivos de hoy, por tanto tan solo en estos pueblos podemos encontrar la comprensión de los procesos que forman nuestras raíces.
No existe sociedad sin organización, no importa lo simple o temporal que sea, lo organizada que parezca. Siempre hay una red invisible entre los individuos de un grupo y cada uno, sea hombre o mujer, tiene su lugar en ella.



Quizá en la caza mayor, en la necesidad de una organización, se impuso el hombre e influyó poderosamente en nuestro comportamiento hereditario hacia los demás. La caza mayor es dura y peligrosa, es trabajo de hombres, no porque las mujeres no puedan realizarlo, sino porque deben tener a los hijos y criarlos, por lo que deben tener mayor tranquilidad cuando están embarazadas.
El papel del sexo no ha sido inventado por nosotros, es parte de nuestro código genético. Los hombres y las mujeres son igual de importantes para la supervivencia de la tribu y ocupan, por tanto sus posiciones correspondientes.
En Nuevas Hébridas la organización social permanece inmutable. Organización social no es lo mismo que estructura de poder organizada. Existe igualdad, pero no porque todos sean iguales, sino porque todos piensan que la igualdad no existe; siempre hay alguien mejor: mejor cazador, mejor guerrero, mejor mediador en los conflictos, etc., siempre hay alguien que en ciertas situaciones tiene la capacidad de dirigir a los demás.



Las sociedades sin jefes propios o elegidos son hoy muy pocas en el mundo. Los aborígenes de Australia o los !Kung San del Kalahari son un buen ejemplo de este sistema. Según los etnoarqueólogos probablemente así funcionaban nuestros antepasados de la Edad de Piedra hace 10.000 años.
Pero hasta en las sociedades más reguladas, como en la Melanesia, encontramos liderazgos temporales basados en cualidades personales o de conocimientos. El liderazgo adviene solo para un corto espacio de tiempo o para una actividad determinada. En otras ocasiones puede haber alguien de algún grupo que le releve del puesto. No hay preferencias ni elección, todos conocen que éste o aquel es el líder para cierta situación y nadie es tan ridículo como para hacer problema de esto.
La organización social depende del tamaño del grupo y éste, a su vez, del suministro de alimentos. Desde el punto de vista del arqueólogo es importante tener acceso a la organización social histórica para establecer el tamaño del grupo o el área del territorio, pues éste está determinado por el suministro de alimentos.
Hay un perfecto equilibrio entre los cazadores recolectores y nunca se permite que el número de individuos de una tribu sobrepase un punto crítico. No importa que se usen métodos abortitos o infanticidas, el hambre y la superpoblación son, pues, desconocidas.
Las relaciones entre hombres y mujeres están unidas al papel que desempeñan en la producción de alimentos, es decir, a la división del trabajo entre ellos.
En sociedades con recursos altamente variados y con una producción segura de alimentos, se desarrolla generalmente una actitud positiva hacia lo sobrenatural y con frecuencia encontramos un destacado simbolismo femenino. En ellas hay un alto grado de igualdad y las mujeres dominan, al menos, tanto como los hombres. Hallamos típicas sociedades femeninas entre cazadores recolectores, como por ejemplo en los Pigmeos en África y en Malasia.
Las condiciones también son similares entre agricultores con recursos seguros, como en el mundo isleño de Indonesia, donde está arraigado el dominio femenino.

En el Neolítico la organización social pudiera muy bien haber sido, al principio, similar a la de Trobriand. Aquí no se valora el trabajo por lo que haga un hombre o una mujer, pues las realizaciones de ambos son importantes para el equilibrio social.
Sólo en culturas donde los recursos están en peligro se sucede el poder del hombre al de las mujeres. En nuestro Neolítico sucedió esto en la transición de la Edad de Piedra a la edad de Bronce hace unos 4 ó 5 mil años, cuando guardar el ganado tenía una decisión económica decisiva.

En Nueva Guinea, en las orillas del río Sepic, el suministro de alimentos variados es muy limitado, especialmente en proteínas, por lo que pudiera ser que esta fuera una de las razones de su pasado belicoso y del dominio del hombre hacia la mujer.
Es probable que un tipo de organización de grandes hombres existiera en la tardía Edad de Piedra, cuando los pueblos se hicieron más sedentarios como consecuencia de la importancia creciente de la agricultura.