jueves, 27 de noviembre de 2008

Segunda Parte. Bolivia, Rurrenabaque: Laguna de Patos

¿Por qué extraña razón los padres de Juancarí se habían empeñado en llamarle “Carí el Manechi”? Por aquel entonces nunca pudo entenderlo, pero ahora, allí tumbado, desangrándose y al borde de la muerte lo había entendido a la perfección.
Y sus recuerdos le llevaron al momento en que se despedía de Anakoya, su esposa, con la promesa de traer el sustento para sus hijos, el alimento con el que ancestralmente sus antepasados habían mantenido a su pueblo. Él era un “Tacana”, un orgulloso indígena originario del norte de Bolivia, de las áreas del bosque montano de la zona de Ixiamas, Tumupasa y del monte de la serranía de Tutumo.
Juancarí había remontado el río Beni una mañana de Octubre con la esperanza de cruzarse en su camino con un “chancho del monte”, quizá con un “chancho tropero” o por qué no, con un “venado andino”. Cazaría lo necesario para mantener a los suyos durante el duro invierno que se avecinaba y los animales abatidos por él serían venerados en un ritual de agradecimiento y respeto, que se reconocía consuetudinariamente en los registros culturales de su pueblo. Los indígenas de la zona habían mantenido un perfecto equilibrio con su medio y con los seres vivos que formaban parte de su cosmos y de sus vidas.


Agazapado, atento y presto a cualquier movimiento o signo que le indicara la presencia de una presa, Juancarí no se percató del ataque fulminante de aquel jaguar. Raudo, preciso, certero y mortal por necesidad, el felino se lanzó sobre el cazador cazado comenzando una lucha por la supervivencia como nunca la naturaleza tuvo la oportunidad de presenciar.

Aquel indígena, prieto, robusto y cejudo no estaba dispuesto a dejar su vida fácilmente y la reyerta que se desató entre hombre y animal alarmó los anales de la selva tropical del amazonas boliviano.

Un certero golpe deja aturdido al Jaguar que entre gemidos y aspavientos furiosos se retira a toda prisa hasta su guarida para reponerse del estacazo que casi lo deja en la inconsciencia. Mientras tanto el hombre con heridas profundas por unas garras afiladas como cuchillos se retuerce de dolor mientras intenta evitar que la sangre sigua fluyendo como torrente de aguas desbordadas.

“Carí el Manechi”…, ahora cobraba todo su sentido. Él era un superviviente, un “Tacana” único entre los suyos, un habitante del Beni. Por eso sus padres, aquellos que durante toda su existencia se habían alimentado de los monos Manechi, habían visto en su hijo un descendiente de esa especie fuerte, duradera y capaz de resistir los envites de la vida. Una especie, los monos, a los que veneraban por su entrega y amor a los “Tacana”, aquellos que habían alimentado generacionalmente a los padres de sus padres.

Pero la lucha por la vida sólo habia hecho más que empezar...



domingo, 16 de noviembre de 2008

Tercera Parte. Bolivia, Rurrenabaque: Laguna de Patos

Juancarí sabe que el yaguaraté volverá, que no cejará en su empeño de cobrarse su presa. Se ha retirado, aturdida, pero ese lapsus será tan solo temporal y vendrá a por él, tan seguro como que todavía respira.
El olor de su sangre es una fragancia que se extiende por la selva amazónica embriagando a todos sus habitantes, pero ninguno iguala en poderío a ese felino, a ese poderoso animal que con sus 1,7 metros de longitud, una altura de 75 cm. y casi 100 kilos de peso, es capaz de aniquilar de una sola zarpada a un tapir o a un caimán.
Al que llaman “Carí el Manechi” todavía recuerda cuando su padre le contó cómo un jaguar se llevó a Ichema del campamento que habían establecido durante una batida de caza. En el sueño de la noche, el hermano mayor de Juancarí, había sido arrastrado de su refugio hecho de troncos y ramas, para no saberse nunca más de él, ni siquiera sus restos habían sido hallados para poder enterrarlos y llorar sobre su tumba. Nadie en el campamento había oído ni sentido nada. El sigilo, la rapidez, la viveza y la habilidad del jaguar eran cualidades bien conocidas por todos los autóctonos del lugar y esa noche había hecho alarde de ellas.




Con un esfuerzo tremendo logra levantarse. Pronto anochecerá y su vida correrá más peligro que nunca, pues el jaguar es hiperactivo de noche y obstinado, muy obstinado, sobre todo cuando una hembra tiene que alimentar a 4 cachorros. Sabe que vendrá a por él en cualquier momento. Con un dolor insoportable que le quema las entrañas comienza a caminar hacia el río. Su única salvación es tirarse a las aguas del Beni para que éstas lo arrastren lejos de allí.
Aún no entiende cómo ha podido escapar al zarpazo mortal del yaguaraté, quizá su instinto de supervivencia le avisó en el último instante y por eso las garras afiladas del jaguar no habían penetrado en sus carnes musculosas lo suficiente como para desgarrar sus pulmones. Luego, en la reyerta entre hombre y bestia, había podido agarrar un palo y asestar un golpe tan brutal que hubiera acabado al instante con cualquier otro ser vivo.


En la tranquilidad de su refugio, yaguaraté sangra por la herida infligida por el que debería ser ahora su comida y la de sus cachorros. Limpia la sangre que ha fluido del corte producido por el golpe tremendo que ha recibido de esa presa que creía tener garantizada. Aparta con su hocico a sus crías que le reclaman insistentemente alimento. Olfatea el aire, ese aroma penetrante que se introduce por sus narices siguiendo el camino traquial, llegándole a sus terminaciones nerviosas que recorren acaloradamente el camino hacia el pasado, son descargas eléctricas que le traen recuerdos instintivos, gustativos, sensoriales… Ese tipo de presa ya la había degustado anteriormente y un impulso irrefrenable invade su cerebro y sus músculos se tensan.



Juancarí oye un rugido detrás de él. El corazón le palpita de forma desbocada, la sangre comienza nuevamente a fluir por la enorme herida que le ha desgarrado el pecho. El río está cerca y con un esfuerzo sobrehumano aligera el paso. Siente el aliento del felino a sus espaldas y de pronto un desgarro en su dorso lo tira de bruces, cayendo a un metro de las aguas del río Beni.


En aquel punto la corriente es muy fuerte y tan solo necesita un impulso para que su cuerpo quede a expensas de las aguas bravas. Pero el jaguar le ha atrapado una pierna clavando y penetrando sus colmillos en el muslo, produciéndole un dolor insoportable, mortífero, devastador. Con todas sus fuerzas se arrastra con las manos desgarrando el suelo y destrozándose las uñas, intentando deszafarse de aquella bestia, pensando en dejarse ir, en perder el último combate de su vida y entregarse a la muerte. Pero finalmente su cuerpo entra en el río y el jaguar, al que no le gusta zambullirse, lo suelta, perdiendo así nuevamente a su presa, mientras observa como las espumas burbujeantes de aquel muro de agua se la lleva a gran velocidad.




sábado, 15 de noviembre de 2008

Cuarta Parte. Bolivia, Rurrenabaque: Laguna de Patos

La yema de su dedo recorría esa espina dorsal delicada y sugerente, ondeando en su viaje los montículos carnosos que casi se transparentaban. En su recorrido chocaba con finas gotas de agua que eclosionaban una detrás de otra, rompiéndose en su liberación y resbalando hasta la fina hierba de la selva. No se atrevía a atravesar la línea divisoria que separaba sus extremidades inferiores y volvía a ascender, temblando, sintiendo el ahogo placentero del zumbido de la sangre en su cabeza.
Anakoya lo miraba divertida, mostrando poco de esa timidez que tanto había hecho sufrir a Juancarí y giró su cuerpo desnudo para mostrarse en plenitud, entregándose por primera vez en su vida a un hombre - a su hombre -. Por eso no era extraño que su piel se ruborizara y se encogiera de pasión, que su cuerpo se tensara y que tuviera que hacer verdaderos esfuerzos para no llegar al éxtasis del orgasmo antes de que la poseyera en plenitud.



El sabor salado de su piel se mezclaba con el olor texturado de su cuerpo, con el aliento materializado en la incandescencia de la noche. Los sonidos del Amazonas se confundían con sus gemidos y lamentos, con sus fricciones y exaltaciones. El camino que dejaba con su lengua indicaba su objetivo y como en un fuego de ardores combustibles saboreó la perla de los mares en una ida y venida de colores, sintiendo en su boca el dulzor y el suave tacto que tanto había deseado, mojándose más y más con la esencia del vital licor de los dioses.
Levanta su cuerpo desnudo, con esa potencia desbordada, dispuesto a estallar en la fiebre desatada y en ese momento, sintiendo un calor desmesurado y apretado, revienta en mil relámpagos de eléctricos destellos, oyendo a su amada chillar en un jadeo constante. Son convulsiones en el bajo vientre que le hacen perder el sentido, que lo precipitan barranco abajo en una carrera descontrolada; una y otra vez, una y otra vez su líquido elemento se mezcla con la dúctil fragancia de su amada.

Los sonidos de la selva comienzan a recobrar su significado lentamente. Siente al “Tatú Carreta” excavando en la tierra mojada, al “Taruca” olfateando la hierba, al “Oso de Anteojos” retozando en el agua dulce del Beni y oye el leve chillido del “Mono Manechi” insistente, como queriendo despertarle de un letargo sensual y empalagoso, llevándole a un sufrimiento desmedido.
Juancarí abre los ojos y allí lo encuentra, al jaguar, erizado disponiéndose a saltar sobre él. Toda la noche ha seguido el curso del río tras el despojo ensangrentado que le servirá para alimentar a sus cachorros. Ahora se dispone a cobrar lo que es suyo.
“Carí el Manechi” solo tiene tiempo de rodar para volver al río, pero el jaguar ya está sobre él, cayendo al agua los dos y siendo arrastrados por la corriente. Por primera vez, en esa lucha por la supervivencia, Juancarí tiene ventaja frente a su verdugo y en un ataque de locura irrefrenable sumerge una y otra vez a yaguaraté bajo las aguas fangosas, sintiendo como el monstruoso animal pierde por momentos sus fuerzas.
100 kilos de poderío no es enemigo fácil y Juancarí siente un nuevo zarpazo en su hombro derecho que lo hace llorar de dolor, más si cabe. Pero esta vez no ha sido para atacar su cuerpo maltrecho, sino para salvar su vida de un ahogamiento seguro. El jaguar patalea para conseguir llegar a la orilla y Juancarí lo sumerge en su delirio desenfrenado con tanta rabia y enloquecimiento que la selva emite un sonido atronador como nunca antes se había sentido en ella. Pero una reacción incomprensible hace que “Carí el Manechi” suelte al felino para que consiga llegar a la orilla del río.
- ¿Por qué incomprensible razón he hecho eso?
Solo un Tacana sería capaz de sobrevivir a semejante carnicería, el recuerdo de su mujer Anakoya y de su hijo Ichema el Yaguaraté – nombre que pusieron a su hijo en honor a su hermano -, le lleva una y otra vez al mundo de los mortales.