lunes, 4 de agosto de 2008

4ª Parte. Las oficinas salitreras de Humberstone y Santa Laura. Morir por 18 Peniques.


Por uno de esos caprichos que tiene la vida, Juan Carrillo o Juanito, como lo llamaban normalmente, a sus 111 años había tenido una existencia apasionante, longeva, llena de pasiones intensas y de vivencias dolorosas, pero también gratas.
Su memoria lo llevaba a ese 21 de Diciembre, cuando a sus 10 años vio cómo su padre moría en una de las matanzas más horrendas de la historia de su país. También recordaba cómo aquel joven soldado le había salvado la vida, haciéndole comprender el significado de la dualidad de la vida y de nuestra existencia. Lo que había vivido durante toda su vida, a partir de aquel fatídico día, se lo debía a él. Por ello, Juanito, no sentía odio.
Había experimentado tantas y tantas cosas. Había sido testigo y partícipe de acontecimientos históricos de su país, de esa gran nación, su nación, su Chile, al que se había entregado por completo, en cuerpo y alma. Había sobrevivido a sus amigos, a sus seres queridos. Había enterrado con sus propias manos a su mujer y a su hijo Pedro.


Si, a Pedro, su hijo, su amado hijo, al que le devolvieron medio muerto cuando fue a buscarlo al Estadio Nacional donde acudió con la misma actitud que mostrara a los 10 años frente al verdugo de su padre, siendo un hombre de la Pampa, de los sólidos, de los de la tierra. Quizá fuera por eso por lo que aquel militar, que lo miraba desafiante, no pudo sino bajar la cabeza y dar la orden de que le trajeran a su hijo de inmediato.


Pedro murió en sus brazos, fundidos en un beso de ternura, de amor, de valentía, de fuerza y le prometió cuidar de sus nietos, María y Antonio.
Cuantas cosas se mezclaban en su cabeza. Ahora en su lecho de muerte, recordaba a aquel poeta compatriota chileno, al que conoció en la Guerra Civil Española en el año 1937, Pablo se llamaba. Todavía se acordaba de aquellas tertulias apasionadas que tuvieron mientras descansaban de haber combatido en la Batalla del Ebro, en Aragón – España - ; cómo le encantaba oírlo hablar, recitar poesías que fluían de sus labios de forma espontánea y campechana. Pero también lo recordaba frunciendo el ceño cuando le contó su vivencia en la Escuela de Santa María de Iquique y cómo se había quedado en un silencio profundo para finalmente acabar diciendo las únicas palabras misteriosas que salieron de su boca: “Sube a nacer conmigo hermano…”
Pablo era un ardoroso fan de las cosas sencillas y cotidianas y, por qué no decirlo, del amor de las mujeres. El último día que lo viera antes de volverse a su querido Chile, Pablo le cogió del brazo y le dijo: “querido amigo ahora ya sabes el significado de Santa María, amar y no amar, puesto que de dos formas es la vida” y lo abrazó fuertemente.


Juanito creía fervientemente en la justicia, en la igualdad y en el compromiso social, por ello no dudó un momento en impregnarse del entusiasmo que se produjo en su país a finales de 1970. Aquel hombre entusiasta, llamado Salvador, llegó al gobierno de la nación e intentó construir una sociedad basada en el socialismo a través de la democracia, una experiencia única a nivel mundial que fue truncada con el golpe militar de 1973 y que marcaría una nueva etapa de sangre y odio en Chile.



El corazón le palpitaba fuertemente cuando supo que su hijo Pedro estaba aquel 11 de Septiembre en el Palacio de la Moneda, junto a Salvador, porque conociéndolo como lo conocía haría pagar cara su muerte, no en vano también era un hombre de la Pampa.
Sentado en el suelo, como lo hiciera con su padre, Juanito sostenía la cabeza de su hijo en sus últimos momentos, mientras le relataba los sucesos que acaecieron ese día; cómo Pedro y Salvador se miraron, fundiéndose en un abrazo al despedirse entre el estruendo de los cañones y las palabras que le había dirigido: “cuenta al mundo lo que aquí ha pasado. Yo tengo que realizar el último acto de Estado como Presidente de esta Nación.” Fue así cómo aquel hombre valeroso, enérgico, obcecado y de ideas profundas se quitó la vida para no complacer a sus enemigos, a los enemigos de su nación.
Juanito beso en los labios a su único hijo Pedro y se despidió de él mientras pensaba en sus nietos.
Resuenan en su cabeza todavía aquellas palabras de aquel hombre, que aunque no nació allí, también fue “hombre de la Pampa”:
"Colocado en un trance histórico, pagaré con mi vida la lealtad del pueblo. Y les digo que tengo la certeza de que la semilla que entregáramos a la conciencia digna de miles y miles de chilenos no podrá ser cegada definitivamente. ¡Trabajadores de mi Patria!: Tengo fe en Chile y en su destino. Superarán otros hombres este momento gris y amargo donde la traición pretende imponerse. Sigan ustedes sabiendo que, mucho más temprano que tarde, se abrirán de nuevo las grandes alamedas por donde pase el hombre libre, para construir una sociedad mejor."



Ahora, en su lecho de muerte, acompañado por sus nietos, María y Antonio, Juanito abre los ojos por un momento y lo ve con toda claridad. Aquella expresión de compasión en la mirada, aquella nariz aguileña y aquellos labios finos coronando el hoyuelo de la barbilla. Es su ángel de la guarda, es aquel soldado que le salvó la vida en la escuela de Santa María de Iquique y su corazón se regocija y reposa tranquilo sintiendo una mano amiga que le acaricia el rostro en los últimos momentos de su vida.

El padre Idelfonso Seguel había acudido como tantas veces a dar la extremaunción a un moribundo, esa tarde de Marzo de 2008, pero por una extraña razón creyó reconocer a aquella figura que ahora descansaba en paz con una sonrisa en la boca y con una expresión de amor como nunca había visto.

María se sentaba en el segundo pupitre de la tercera fila y no podía dejar de mirar a aquel chico que la observaba haciéndola ruborizar como nunca antes lo había hecho nadie. De soslayo notaba su mirada incrustada en ella y juraría que también podía sentir su aliento, cálido, dulce y sugerente.
Pedro Carrillo no había dudado ni un instante al elegir el nombre de su hija, la llamaría María, en honor a su abuelo que había sido asesinado vilmente en la Escuela de Santa María de Iquique. Era una forma de honrar su memoria y de demostrar el amor que sentía por él, por aquel hombre valeroso, de entereza sin igual, hombre de la pampa, que aunque nunca pudo sentir su tacto, ni oir sus palabras, era como si lo conociera desde siempre. Mientras el agua bendita caía por la cabecita de María, Pedro miraba a su padre y no pudo evitar contener el llanto.
María y Santiago se miraban uno frente al otro, sin decir nada, ensimismados, escudriñando cada detalle, cada gesto. Desde que se vieron supieron que algo nuevo había nacido, que por aquellos azares de la vida se habían encontrado y que jamás se separarían desde ese momento.
- ¿Cómo te llamas?
- Me llamo María ¿y tú?
- Yo me llamo Santiago, Santiago Seguel.


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