
Nacido en Iquique, su padre había combatido en la Guerra del Pacífico que duró desde 1879 a 1884 y que enfrentó a Bolivia, Perú y Chile en una guerra en la que estaban en juego los territorios de Tarapacá y Antofagasta, lo que significaba que el vencedor se anexionaría los grandes yacimientos de cobre y salitre de la zona.
Finalmente fue Chile quien consiguiera el control de las minas, cosa que conllevaría no pocas tensiones por el dominio de las mismas, desembocando en la guerra civil chilena de 1891, cuando el bando del Congreso Nacional, protegiendo los intereses chilenos y británicos de la zona, vencieron en la contienda contra los partidarios del Presidente de la República José Manuel Balmaceda.
Carlos había sido engendrado el 13 de Noviembre de 1880, dos meses antes de que mataran a su padre en la Batalla de San Juan y Chorrillos y a sus 19 años se alistó en el ejército con el convencimiento de que debía dar la vida por su patria como lo hiciera su padre.


Como en un sueño oyó la orden de abrir fuego contra aquellos seres indefensos, desvalidos, asombrados… Su cuerpo, incapaz de reaccionar, fue empujado, golpeado, pisoteado y de pronto, como en un impulso convulsivo, las lágrimas empezaron a caer de sus ojos haciendo más borrosa las escenas, las muertes, el dolor, el sufrimiento, los gritos, las súplicas, los gorgoteos estertóreos de las víctimas, el estruendo ensordecedor de los fusiles descargando odio y traición.
El sabor a sangre, a fuego y a pólvora se le agarró en la garganta impidiéndole respirar. Deseando morir, acabar con aquel espectáculo libidinoso de la muerte levantó su fusil y lo apoyó bajo su barbilla. Pensaba en su padre, en su estirpe y no, no fue por aquello por lo que él, Carlos Seguel hijo, de Hernán Seguel, se hiciera militar. El creía en su patria, en defender a sus conciudadanos, a sus gentes, a aquellos que ahora morían a miles en una sin razón orgiástica sanguinaria.
Fue entonces cuando abrió los ojos y lo vio. Aquel niño, sentado junto a su padre, que yacía en el suelo, sostenía la mirada de su verdugo, desafiante, con las manos ensangrentadas, dispuesto a morir como hombre a pesar de su corta edad. Vio como le apuntaba un soldado y en un acto reflejo se abalanzó sobre el niño recibiendo el disparo incandescente en su cuerpo.
Juanito vio como descerrajaban un tiro a su padre en el pecho; vio como se desplomaba, como le dirigía una última mirada de ternura y amor, de fuerza y valentía. Su primer impulso fue llorar, pero se acordó de las palabras de su padre: “somos hijos de la pampa, hijo mío, hombres fuertes, sólidos y valientes. No lo olvides nunca Juanito y sé digno de ello, porque somos hijos de esta tierra.”
Miró al asesino de su padre, desafiante, dispuesto a ser digno hasta el último suspiro de su corta vida, cuando de pronto sintió un gran peso sobre él en el momento en que oía un estruendo y un líquido caliente le invadía la cara. El último recuerdo de Juanito, antes de perder el conocimiento, fue como aquel joven militar de nariz aguileña, con labios finos que coronaban el hoyuelo de su barbilla, lo levantaba tambaleante y lo escondía en un armario, viéndolo partir posiblemente a una muerte segura.

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