lunes, 8 de diciembre de 2008

Primera Parte. Bolivia, Rurrenabaque: Laguna de Patos.

Cuando miro mi mano derecha, concretamente el dedo meñique, se agolpan en mi mente tantos recuerdos y experiencias, esos que quedarán “in perpetuum” (para siempre) en el registro kármico de mi vida. Esos que me llevaré a la tumba; aquellas cosas tan gratas que estarán en “in articulo mortis” (en el último momento) de mi existencia.
“Verbi gratia” (por ejemplo) aquel cocodrilo “baby” que mordió mi falange dejándome esa cicatriz imborrable para que cada vez que la mire piense en qué habrá sido de su vida, si seguirá custodiando el río Beni, si habrá perdonado mi osadía y mi descaro al alterar su tranquilidad y su sosiego. Pero lo “quod scripsi, scripsi” (lo escrito, escrito está) y ya no puedo cambiar aquel “superavit” (exceso). Y ahora, cada vez más imperceptible, me cuesta hasta localizarla, cuando rememoro aquellos hechos. Y al hacerlo veo colgado de mi dedo a aquel saurópsido, por insolente, como si quisiera decirme, “suum cuique” (a cada cual lo suyo).
En 1990, después de 27 horas de frío, calor y poner la vida en vilo en aquella carretera que los autóctonos llamaban “de la muerte”, llegué a Rurrenabaque desde La Paz, conocida como “la perla turística del Beni”, el bosque húmedo más diverso y rico de Bolivia, con un registro todavía incompleto de más de 988 especies. Y pisé esta tierra cuando aún no había sido declarada Parque Nacional Madidi en el año 1995.



Ahora mi mirada se dirige a mi tobillo derecho, allá donde un caprichoso insecto quiso dejar una larva para que mi sangre caliente le sirviera de refugio y hogar. Una mañana, después de pasar 30 días agónicos en la selva amazónica de Bolivia, me levanté en un modesto hostal de Rurrenabaque para caer de bruces, sin entender que era lo que le pasaba a mi pierna, en concreto a mi pie, el cual era incapaz de aguantar mi peso. Y aún recuerdo la sonrisa maliciosa de aquel indígena “mastica coca”, que durante toda la travesía nos había servido de guía y que ahora se convertía en la máxima esperanza que tenía para poder caminar como persona decente sin tener que arrastrarme a cuatro patas.


Hartas bocanadas de humo exhaló de un cigarrillo aquel personaje antes de colocar una cinta aislante embadurnada de nicotina sobre el agujero que aquel insecto había dejado en mi tobillo. Y por arte de magia la hinchazón cedió y la larva murió dejando un alivio en mi extremidad que llevó la cordura nuevamente a mis actos. Aún noto abultamientos en mi garganta cuando recuerdo las palabras agraciadas de nuestro guía al relatar cuantos habían sucumbido a picadas y protuberancias en el cuerpo, producidas por diminutos asesinos que acechan pacientemente al inocente y desafortunado incauto que pasea su despensa caliente y sanguinolienta por estas tierras inundadas de millones de insectos dispuestos a no perder una oportunidad tan sugerente.


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