
Las balas resonaban por encima de sus cabezas a escasos centímetros. No hacia ni una hora habían estado riendo con las cosas de aquel chileno y de pronto alguien había dado la voz de alerta: ¡¡¡Los Fachas!!!
El estruendo, los gritos y lamentos se apoderaron de la Campiña Andaluza. De soslayo y sin levantar la cabeza, para no ser atravesado por un proyectil, José miró a aquellos dos “Jo’putas con los cojones más grandes que había visto” y pensó “qué coño hacen estos por aquí”.
Pero ante aquel caos de ráfagas de ametralladora y bombas no pudo evitar sentir una gran admiración por aquellos dos chilenos “wevones” – esa palabra que tanto utilizaban aquellos sudamericanos – que habían atravesado medio mundo para luchar por una ideología que desconocía el destino a la que estaba abocada por aquel entonces.
De repente una granada estalló a su lado y todo se lleno de humo, mientras un olor nauseabundo a pólvora y sangre penetraba en su nariz. Su mente se nubló y cayó como en un sueño insondable…
Despertó en una cárcel de tres metros cuadrados, meado, vomitado, ensangrentado, dolorido. Intentó incorporarse, pero un dolor agudo le atravesó el cerebro y al mirar su mano derecha la vio vendada con un trapo sucio y lleno de sangre. Lo que más le sorprendió fue el silencio, no se oía nada, era una sensación dolorosa, más profunda que el dolor agudo que le recorría el brazo hasta el hombro.
La puerta se abrió de repente y aunque no oyó nada supo, por el movimiento de los labios de aquel mastodonte, que le decía: “Rojo Jo’Puta aquí tienes agua”, a la vez que le propinaba un culatazo con el fusil en la cara que lo volvía a sumir en la inconsciencia más profunda.
Ramona subía por las calles de Teba hecha una furia. Se acababa de enterar que su marido estaba encarcelado y condenado a muerte por las acusaciones de Don Vicente, el señorito con el que José, su marido, había mantenido una disputa por una cuestión de tierras de viñedos, ya se sabe, las típicas rencillas pueblerinas entre vecinos colindantes.
Don Vicente había caído preso de los Republicanos nada más producirse el levantamiento Nacional y José, que lo había visto en el cuartelillo de la Guardia Civil Republicana, le había sacado la lengua en un claro gesto de mofa, sin saber las consecuencias que le traería su insolencia. Ahora que los Nacionalistas iban conquistando toda España y apoderándose ilegítimamente del poder, Don Vicente había denunciado a José para resarcirse de la afrenta que le había causado y, de paso, para quedarse con las tierras de su vecino.
Ramona entró en la casa sin pedir permiso, como un huracán de verano, levantando las losas a su paso, maldiciendo, escupiendo improperios, rezándole a Dios en su interior, pues sabía que la única forma de salvar la vida de su marido dependía de su entereza y osadía.
Llegó hasta el despacho de Don Vicente y haciendo un dibujo imaginario con su dedo sobre la mesa del escritorio esbozó el símbolo de la cruz, en un juramento que sólo sabe hacer una andaluza de armas tomar, defendiendo a su camada y a su hombre, y declaró ante aquel individuo asombrado y ante Dios: “Juro por el Altísimo que por delante como hembra no podré, pero no podrás cuidar de por vida de tu espalda, porque algún día allí estaré para hacer justicia por la vida de mi marido”.
Sobra decir que es inútil huir del juramento de un andaluz o andaluza ante la señal de la cruz, pues no he visto latino más osado, más bravo y justiciero que a un sureño español de sangre caliente donde los haya, de firmeza en la mirada y coraje sin igual. Acostumbrado a sufrir y a resistir los envites de la vida, a ser apaleado y maltratado por las miserias y sufrimientos, pero orgulloso sin igual. Gentes de cuello agrietado, espaldas rotas, mirada penetrante y manos endurecidas. No hay rival para tal fiera defendiendo lo suyo y, mi abuela Ramona, aquella andaluza mujerona y de fuerza atronadora sacaba uñas y dientes ante la vida, ante el destino y las inclemencias de la vida, jugando las cartas que le había tocado en la partida.
El estruendo, los gritos y lamentos se apoderaron de la Campiña Andaluza. De soslayo y sin levantar la cabeza, para no ser atravesado por un proyectil, José miró a aquellos dos “Jo’putas con los cojones más grandes que había visto” y pensó “qué coño hacen estos por aquí”.
Pero ante aquel caos de ráfagas de ametralladora y bombas no pudo evitar sentir una gran admiración por aquellos dos chilenos “wevones” – esa palabra que tanto utilizaban aquellos sudamericanos – que habían atravesado medio mundo para luchar por una ideología que desconocía el destino a la que estaba abocada por aquel entonces.
De repente una granada estalló a su lado y todo se lleno de humo, mientras un olor nauseabundo a pólvora y sangre penetraba en su nariz. Su mente se nubló y cayó como en un sueño insondable…

Despertó en una cárcel de tres metros cuadrados, meado, vomitado, ensangrentado, dolorido. Intentó incorporarse, pero un dolor agudo le atravesó el cerebro y al mirar su mano derecha la vio vendada con un trapo sucio y lleno de sangre. Lo que más le sorprendió fue el silencio, no se oía nada, era una sensación dolorosa, más profunda que el dolor agudo que le recorría el brazo hasta el hombro.
La puerta se abrió de repente y aunque no oyó nada supo, por el movimiento de los labios de aquel mastodonte, que le decía: “Rojo Jo’Puta aquí tienes agua”, a la vez que le propinaba un culatazo con el fusil en la cara que lo volvía a sumir en la inconsciencia más profunda.
Ramona subía por las calles de Teba hecha una furia. Se acababa de enterar que su marido estaba encarcelado y condenado a muerte por las acusaciones de Don Vicente, el señorito con el que José, su marido, había mantenido una disputa por una cuestión de tierras de viñedos, ya se sabe, las típicas rencillas pueblerinas entre vecinos colindantes.
Don Vicente había caído preso de los Republicanos nada más producirse el levantamiento Nacional y José, que lo había visto en el cuartelillo de la Guardia Civil Republicana, le había sacado la lengua en un claro gesto de mofa, sin saber las consecuencias que le traería su insolencia. Ahora que los Nacionalistas iban conquistando toda España y apoderándose ilegítimamente del poder, Don Vicente había denunciado a José para resarcirse de la afrenta que le había causado y, de paso, para quedarse con las tierras de su vecino.
Ramona entró en la casa sin pedir permiso, como un huracán de verano, levantando las losas a su paso, maldiciendo, escupiendo improperios, rezándole a Dios en su interior, pues sabía que la única forma de salvar la vida de su marido dependía de su entereza y osadía.
Llegó hasta el despacho de Don Vicente y haciendo un dibujo imaginario con su dedo sobre la mesa del escritorio esbozó el símbolo de la cruz, en un juramento que sólo sabe hacer una andaluza de armas tomar, defendiendo a su camada y a su hombre, y declaró ante aquel individuo asombrado y ante Dios: “Juro por el Altísimo que por delante como hembra no podré, pero no podrás cuidar de por vida de tu espalda, porque algún día allí estaré para hacer justicia por la vida de mi marido”.

Sobra decir que es inútil huir del juramento de un andaluz o andaluza ante la señal de la cruz, pues no he visto latino más osado, más bravo y justiciero que a un sureño español de sangre caliente donde los haya, de firmeza en la mirada y coraje sin igual. Acostumbrado a sufrir y a resistir los envites de la vida, a ser apaleado y maltratado por las miserias y sufrimientos, pero orgulloso sin igual. Gentes de cuello agrietado, espaldas rotas, mirada penetrante y manos endurecidas. No hay rival para tal fiera defendiendo lo suyo y, mi abuela Ramona, aquella andaluza mujerona y de fuerza atronadora sacaba uñas y dientes ante la vida, ante el destino y las inclemencias de la vida, jugando las cartas que le había tocado en la partida.
