Observando todos los rincones y esquinas, boquiabierto, espasmódicamente, no pude darme cuenta de la multitud de ratas que me rodeaban y una, más osada que las demás supongo, me propinó un mordisco en el dedo gordo del pie que me hizo impulsarlo violentamente, más por la acción incuestionable de la defensa, que de la rabia, el temor o dolor.
Quizá fuera la repugnancia que me produjo el sentir que dichos bichejos, a los que nunca he tenido el placer de conocer, me estaban agrediendo por arriesgarme a pisar su suelo sagrado o tan solo porque se estaban comportando como lo que son: Raaaaaaaataaaaaaaaas.
Pero ¿Cómo hubiera podido explicarles a aquellos que consideran sagrados a estos seres que había agredido involuntariamente a un Santo reencarnado en un roedor? ¿Qué les diría?
- Es que en nuestro mundo son objeto de las más despreciables leyendas, enfermedades y supersticiones y allí, se exterminan…
“La armo, seguro”
Todo esto había acontecido nada más pisar descalzo el templo de Karni Mata, pero después de un rato, ya acostumbrado al incesante ir y venir de miles de roedores, empecé a mirar de otra forma a aquellos Santos Santoruns de una cultura notablemente increíble y todo ello sin que mi estómago se encogiera de pavor y asco. Es curioso cómo el ser humano puede adaptarse a las circunstancias que le rodean y sobrevivir de forma incuestionable.
Karni Mata, lugar único donde los haya; templo no apto para escrupulosos, irascibles o musofóbicos, se encuentra a tan sólo 33 kilómetros de Bikaner, en Deshnoke, Rajasthán. Viven aproximadamente unas 20.000 ratas y según las creencias populares, éstas son las reencarnaciones de Karni Mata y los Sadhus, sus seguidores.
Fue un sabio hindú, Maharajá Ganga Sing, quien en el vigésimo siglo, ese que coronó el principio del pasado ciclo, construyó este fascinante templo.
La diosa del poder y la victoria, Durga, quiso reencarnarse en una mujer de las de antes y enseguida se fijó en Karni Mata, una matriarca del siglo XIV. Pero los sinsabores enseguida se apoderarían de ella, ya que tuvo que enfrentarse al dios de la muerte en forma de Rata, cuando uno de sus hijos murió. Y, como es uso común en los mortales, se produjeron las negociaciones preceptivas donde a cambio de su vida prometió que todos los hombres muertos de su clan se reencarnarían en ratas. Y allí está, en la India, como no, uno de los recintos sagrados más surrealistas que puedan existir.
Al regresar de esta inolvidable experiencia, el sosiego embarga a todos los allí presentes. Mi fisgoneo y temeridad vulnera la apacible siesta de un anciano que dormita llevado por el bamboleo del vehículo que lo transporta. Pero es que molestar a todos los allí presentes es parte de mi naturaleza y curiosidad por lo humano, demasiado humano.
Ahora en la distancia, cuando miro mi ombligo desposeído de toda credibilidad; cuando me cuestiono tantas y tantas cosas; cuando la relatividad de lo que una vez unos monjes, en su meditación profunda, no pudieron contener en sus estómagos y se apodera de nosotros. Allá en otras tierras, en otros mundos, donde miles crearon miles de religiones; en este y ese lugar donde me encuentro, contemplando a un hombre ensangrentado, perforado, atravesado; donde una rata lo mira y llora de pena sobre su corona de espinas. Es allí donde estaré, contemplando fascinado mi mundo, este mundo.
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