Sentado en un aula de la Universidad de Las Palmas de Gran Canaria asistía con gran interés a una charla magistral que un arqueo-astrónomo polaco, de cuyo nombre no puedo acordarme, estaba realizando sobre las Líneas de Nazca, en Perú. Palabras musicales que sonaban con un acento castellano latinoamericano y que le daba un atractivo, aún mayor si se puede, a la fascinante exposición científica que repiqueteaba con una tonalidad envolvente en todo el recinto.
La arqueo-astronomía era el objetivo y objeto de sus estudios y mientras se emocionaba relatando los diferentes misterios arqueológicos, hoy día sin resolver todavía, sus ojos brillaron especialmente cuando nombró por primera vez a Nazca.
Ni Newgrance, ni Stonehenge, ni las Pirámides de Egipto, ni todo el Megalitismo de la fachada Atlántica Europea, habían conseguido esbozar en aquel profesor – investigador aquella expresión que yo conocía tan bien.
Y es que mientras hablaba, mi corazón latía desmesuradamente transportándome a mis vivencias de hacía pocos años atrás. Aún recuerdo cuando aquella avioneta daba vueltas en el aire sobre una de las maravillas que mis ojos han tenido el privilegio de ver. Casi sin quererlo y sin buscarlo iba a presenciar uno de los acontecimientos más impresionantes que el ser humano ha realizado en este planeta. En mi desbocada juventud ávida de experiencias y sensaciones sabía de la existencia de unas líneas que una civilización pre-inca había excavado bajo relieve en aquel desierto inhóspito, insondable e impenetrable… Pero no fue hasta ese día que, desde las alturas, bebí las lágrimas que la emoción soslayó en mi ser.
A unos 400 kilómetros al sur de Lima, en un árido paisaje que se extiende entre la región de Nazca y Palpa, se encuentran los geoglifos de Nazca. En una árida zona, en un lugar en el que ni la más dura de las plantas puede sobrevivir, se establecieron entre el 300 y el 900 d.c., los Nasca; una civilización de fornidos guerreros que sobrevivían de la agricultura y que osaban de ser maestros artesanos. Gentes belicosas que han dejado un profundo sentimiento de incredulidad en la comunidad científica, incapaces de responder a las preguntas más elementales que se hace un arqueólogo.
La arqueo-astronomía era el objetivo y objeto de sus estudios y mientras se emocionaba relatando los diferentes misterios arqueológicos, hoy día sin resolver todavía, sus ojos brillaron especialmente cuando nombró por primera vez a Nazca.
Ni Newgrance, ni Stonehenge, ni las Pirámides de Egipto, ni todo el Megalitismo de la fachada Atlántica Europea, habían conseguido esbozar en aquel profesor – investigador aquella expresión que yo conocía tan bien.
Y es que mientras hablaba, mi corazón latía desmesuradamente transportándome a mis vivencias de hacía pocos años atrás. Aún recuerdo cuando aquella avioneta daba vueltas en el aire sobre una de las maravillas que mis ojos han tenido el privilegio de ver. Casi sin quererlo y sin buscarlo iba a presenciar uno de los acontecimientos más impresionantes que el ser humano ha realizado en este planeta. En mi desbocada juventud ávida de experiencias y sensaciones sabía de la existencia de unas líneas que una civilización pre-inca había excavado bajo relieve en aquel desierto inhóspito, insondable e impenetrable… Pero no fue hasta ese día que, desde las alturas, bebí las lágrimas que la emoción soslayó en mi ser.
A unos 400 kilómetros al sur de Lima, en un árido paisaje que se extiende entre la región de Nazca y Palpa, se encuentran los geoglifos de Nazca. En una árida zona, en un lugar en el que ni la más dura de las plantas puede sobrevivir, se establecieron entre el 300 y el 900 d.c., los Nasca; una civilización de fornidos guerreros que sobrevivían de la agricultura y que osaban de ser maestros artesanos. Gentes belicosas que han dejado un profundo sentimiento de incredulidad en la comunidad científica, incapaces de responder a las preguntas más elementales que se hace un arqueólogo.
Suposiciones hacen pensar que su dominio del calendario astronómico les servía para saber la llegada de las estaciones; dominio del tiempo y con todo ello del agua que los abastecería al fundirse las nieves andinas que fluían hacia el Pacífico. De alguna manera encontraron la forma de canalizar, a través de acueductos, esas aguas que almacenaban en depósitos subterráneos.
En las Pampas de Jumana se dibujan figuras zoomorfas, geométricas y fitomorfas. Figuras de entre 260 y 275 metros de largo que solo pueden verse desde el aire. Representaciones de aves como cóndores, pelícanos, loros; de un mono, de una araña… Geoglifos que parecen pistas de aterrizaje, flechas que indican una dirección, diseños geométricos cuadrángulos, triángulos... Imágenes antropomorfas, que algunos pseudo científicos se han empeñado en compararlas con astronautas y que se encuentran en las laderas de las montañas.
Mientras mi cabeza daba vueltas a cada pirueta de la avioneta, no podía dejar de pensar, de interrogarme mentalmente, escudriñando una explicación, esa que sabemos que nunca obtendremos. Pero es que a esas alturas, en esos tirabuzones, empicados y contrapicados mi estómago ya no estaba para más disquisiciones y dejé que fuera mi vieja cámara analógica Minolta la que se encargase de registrar aquel viaje al pasado.
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