sábado, 21 de junio de 2008

Machu Pichu y el Camino del Inca






Durante cientos de años aquella ruta había sido atravesada por numerosos campesinos que con sus pies semidesnudos y sus pasos cortos, aunque firmes, se habían acostumbrado a las inclemencias del tiempo y a la dureza del terreno.
Athapi era el nombre de aquel hombre enjuto, de corta estatura y de anchas espaldas, al que años de mascar hojas de coca le había dejado un ligero color verde entre la comisura de la boca. Sus mejillas sonrosadas contrastaban con su rostro moreno y sus manos callosas sostenían las ataduras de aquel animal tan extraño de cuello largo, de apretadas lanas y tendente al escupo traicionero. Tiempo más tarde supe que a ese fuerte y robusto animal lo llamaban “Llama”. Ahora, caminando por estos parajes, comprendí por qué estas gentes habían despreciado la rueda que tan eficaz era en las llanuras europeas.
Pero Athapi no tenía prisa. De vez en cuando, por aquel camino, se cruzaba con un paisano y se detenían a conversar, a darse las nuevas buenas y a compartir hojas de coca y cacao prensado (yuzta) en un ritual casi automático de cortesía. Eran las normas de las montañas, la ley de aquellos hombres acostumbrados a ayudarse en su lucha particular por la supervivencia.



Grupos de familias, vestidos con ropas de grueso lanaje y vivos colores, iban y venían para comerciar con los pueblos vecinos, donde los ricos frutos y productos de la tierra se mezclaban con los más espectaculares ornamentos y piedras preciosas talladas por los mejores artesanos en el bullicioso mercado de Cuzco.
A aquella travesía se le llamó “el Camino del Inca”, nombre dado por un pueblo orgulloso de sus tradiciones y de sus antepasados.
No hubo nunca una ruta de montaña tan infructuosa que llegara a una ciudad de piedra tan hermosa como aquella, la que esa mañana fría de octubre contemplaba desde lo alto de un promontorio con la boca abierta sin poder pronunciar palabra por el trance al que me había llevado su majestuosidad. Era el “Machu Pichu”, aquella urbe que había pasado de ser puro mito para convertirse en una realidad.
Comencé el descenso viendo como a cada paso que daba se iba haciendo cada vez más grande. Podía sentir aquel pueblo en pleno esplendor, en medio del ajetreo rutinario de la ciudad. El cansancio de 3 días caminando por puertos de 4.200 metros de altitud, mojado y al borde del delirio por las fiebres altas que me invadieron, quedó en el olvido. Fue así como un cierto misticismo se apoderó de mí al cruzar las puertas de entrada de la ciudad y, como si el destino se hubiera aliado con la villa, una bruma bajó de las montañas para dar a Muchu Pichu un aspecto de irrealidad y ficción. Tocar aquellas piedras fue como abrir una puerta en la historia donde penetré de forma dócil en sus relatos y en sus secretos.
Cómo debió ser aquel tiempo en que los Incas dominaron orgullosos estas tierras; cómo debió ser su tecnología, su sabiduría para conseguir levantar este monumento a la ingeniería; cómo vivieron, cómo se relacionaron e interactuaron entre ellos y, en definitiva, cómo debió de ser su declive y final en manos de unos sucios extranjeros venidos de otras tierras como si de ultratumba se tratara.
Yo caminé como Inca por estas tierras, masqué coca y conversé con el andante. Sentí respeto y admiración por este pueblo y aunque a veces me turbaran sus costumbres y ademanes, sentí el orgullo de haber vivido y compartido con sus gentes.
Espero que algún día Athapi me perdone por haber entrado en su casa violando las más elementales reglas de cortesía. Deseo que el inca Athapi sepa comprender mi necesidad de fusionarme en su hogar, en su morada, en sus calles, en sus centros religiosos… Intentar comprender lo que fue, es mi intención, en este razonamiento alocado y desbocado.
Desde aquí, desde lo alto del Huayna Pichu contemplo el comienzo de la selva amazónica peruana y me pregunto hasta dónde me llevará el siguiente camino de los senderos de los Incas…




A lo lejos divisó a una extraña pareja de incas arando sus terrazas de cultivo, no daba crédito a lo que sus ojos veían. El corazón le latía de forma desbocada mientras se acercaba ante la mirada incrédula de los dos campesinos que por primera vez veían a un hombre blanco. El arqueólogo Binghan había abierto al mundo y por casualidad el monumento precolombino más espectacular de América del Sur. Era allá por el año 1911 y hacía años que los arqueólogos estaban buscando este emplazamiento, ante las noticias que pululaban entre la población indígena.
Binghan iba a revolucionar el mundo de la arqueología y, a la vez, su descubrimiento iba a significar un punto de inflexión en la historia del pueblo Inca. La espectacularidad de Machu Pichu no iba a dejar indiferentes al mundo científico que inmediatamente se volcó en su estudio y, por qué no decirlo, en el expolio de esta fabulosa ciudad.
¿Qué sabemos hoy por hoy de Machu Pichu? ¿Fue una fortificación para detener una posible invasión de las tribus amazónicas o el último refugio de las vírgenes del sol? ¿Fue una capital religiosa o simplemente un lugar de culto consagrado al sol? ¿O tal vez fue la última capital Inca?





Manco arengaba a sus hombres por aquel camino pedregoso y escarpado. Algunos habían sucumbido al peso, al cansancio y a la falta de alimentos, pero Manco Capac no detenía la marcha. Este último rey Inca sabía que si los extranjeros venidos de otros lares los alcanzaban morirían todos, no habría piedad como habían dejado claro en el tiempo que llevaban invadiendo sus tierras.
Capac pensaba reagrupar a todos los incas en Machu Pichu y en caso de ser necesario la selva amazónica serviría para salvaguardar a su pueblo. Pero él vendería cara su muerte, mataría a todos los hombres de armaduras como pudiera que, montados en extraños animales, no demostraban piedad alguna ante las súplicas de sus víctimas. Esos eran sus pensamientos cuando, desde la retaguardia, llegaron noticias de que se aproximaban sus enemigos de forma peligrosa y rápida. Así que dio la orden de aligerar la marcha, aun sabiendo que muchos no conseguirían llegar a su objetivo.
El Rey Inca contaba con que el emplazamiento de Machu Pichu les sirviera de protección y escondite, ya que al estar en la cumbre de una montaña cortada, esta bella ciudad no era visible desde el valle. Y fue así como el Rey Inca, Manco Capac, pudo evitar que los castellanos les encontrasen y asesinasen ese día y sobrevivir un tiempo más, pero lo que no pudo impedir fue los acontecimientos de la historia.



Aquel brutal e inculto castellano gritaba y maldecía como hacía en su villa natal con los cerdos. Llevaban tiempo en aquellas tierras, pero el mal de altura les afectaba a casi todos, aunque Francisco Pizarro se había dado cuenta de que sobre todo se cebaba con los recién llegados que acudían para reforzar sus tropas.
Aquel maldito indio se le había escapado en el último momento, pero cuando lo apresara lo desollaría vivo y colgaría su cabeza en la entrada de su campamento para ejemplo de todos, violaría y mataría a todas las mujeres y, materializaría un pensamiento que rondaba por su cabeza desde hacía tiempo, se proclamaría rey de los indios a los que sometería a los tormentos mas crueles, Rey de aquellas tierras, que bien le sentaba ese título.
Pizarro, el sodomizador de puercos, se había hecho militar, distinguiéndose por su crueldad ante el “moro”. Ello le había servido como impulso a su carrera castrense y pronto aprendió a utilizar las armas más sofisticadas de la traición, la mentira y, como no, de la carnicería, aprendida en los corrales de su mísera casa. Había partido a las Indias y su ascensión ya no tuvo límites.
Pero ahora solo pensaba en dar caza a Manco Capac como colofón a su victoria contra el pueblo inca. Atahualpa había sido un pelele en sus manos, había disfrutado mintiéndole y viendo su rostro compungido e incrédulo mientras era llevado a su destino fatal.
Lo que Pizarro nunca supo cuando no tuvo más remedio que regresar a Cuzco es que habían pasado, él y sus hombres, a escasos cientos de metros de Machu Pichu sin verlo, donde un numeroso grupo de guerreros incas comandados por Manco Capac se disponían para la batalla mortal que nunca tuvo lugar.






En 1911 Binghan tendría más suerte que Pizarro, pues desde el mismo promontorio al que yo me subí muchos más años después, divisó Machu Pichu que hoy día deleita y embriaga a todo aquel que acude a este enclave para formar parte de la historia por unas horas.





1 comentario:

Agustin dijo...

Que envidia me das jodio je je
Precioso Peru
Un abrazo