Aquel hombre de voz ronca, ligeros movimientos y mirada perdida se concentraba absorto en su relato. Las sombras y reflejos que producían las llamas de la hoguera en su rostro enfatizaban las tenues líneas de su expresión al describir los sucesos que acontecieron aquel día en la selva en el que hombre y jaguar se miraron fijamente a los ojos.
Creí ver cómo una lágrima se escapaba a su control recorriendo lentamente su mentón, pero haciendo un gran esfuerzo intentaba desprenderse de las emociones y sentimientos que le traían aquellos hechos. Ichema hizo una pausa para inmediatamente proseguir con aquella historia apasionante.
Yo, por mi parte ni me acordaba de las molestias y punzadas que llevaba todo el día sintiendo en mi dedo meñique - producto de la dentellada poderosa del, todavía aún, caimán “baby” - inmerso, como estaba en el mundo al que me había llevado aquel al que llamaban “Yaguaraté”.
Allí, perdidos en algún lugar de la selva boliviana, un grupo de locos aventureros rodeábamos el fuego que habíamos prendido en la noche para aliviar nuestros huesos humedecidos por la humedad de la jungla y espantar a mosquitos, hormigas asesinas e insectos diversos que atormentaban nuestra piel y ponían a prueba nuestra paciencia, mientras escuchábamos atónitos una historia que se nos antojaba irreal y surrealista.
Por mi espina dorsal recorría un escalofrío a modo de impulsos vibrantes que chocaban insistentemente en mi nuca, dejando grabado en mis registros neurológicos las experiencias sensitivas de aquellos días, de lo que debió sentir aquel hombre desgajado aferrándose a ese hilo de hálito empeñado en tomar los gases de la vida en el exterior, entre dolores y estertores.
Creí ver cómo una lágrima se escapaba a su control recorriendo lentamente su mentón, pero haciendo un gran esfuerzo intentaba desprenderse de las emociones y sentimientos que le traían aquellos hechos. Ichema hizo una pausa para inmediatamente proseguir con aquella historia apasionante.
Yo, por mi parte ni me acordaba de las molestias y punzadas que llevaba todo el día sintiendo en mi dedo meñique - producto de la dentellada poderosa del, todavía aún, caimán “baby” - inmerso, como estaba en el mundo al que me había llevado aquel al que llamaban “Yaguaraté”.
Allí, perdidos en algún lugar de la selva boliviana, un grupo de locos aventureros rodeábamos el fuego que habíamos prendido en la noche para aliviar nuestros huesos humedecidos por la humedad de la jungla y espantar a mosquitos, hormigas asesinas e insectos diversos que atormentaban nuestra piel y ponían a prueba nuestra paciencia, mientras escuchábamos atónitos una historia que se nos antojaba irreal y surrealista.
Por mi espina dorsal recorría un escalofrío a modo de impulsos vibrantes que chocaban insistentemente en mi nuca, dejando grabado en mis registros neurológicos las experiencias sensitivas de aquellos días, de lo que debió sentir aquel hombre desgajado aferrándose a ese hilo de hálito empeñado en tomar los gases de la vida en el exterior, entre dolores y estertores.
A escasos centímetros de su cara, el jaguar lo miraba fijamente, una mirada penetrante que sin embargo escondía una paz sublime. Juancarí sintió esa contemplación ahondando más allá de su horizonte, rozando frenéticamente el límite de su aguante. Fue como caer en un abismo de enormes inquietudes al sentir un extraño alivio de saber que su final lo marcaría aquel animal fascinante de belleza sin igual, poderoso ganador en la lucha por la subsistencia.
Incomprensiblemente yaguaraté seguía allí, mirándole insistentemente, rozando sus pronunciados bigotes con los labios de su víctima, como queriendo absorber la energía vital de su presa, sin reclamar de momento lo que era suyo, lo que se había ganado con su tenacidad y osadía.
A Juancarí aquellos segundos le parecieron eternos, sumiéndole en un estado de sopor delirante, de entrega total. Pero lo más curioso era que se sentía bien, que esos ojos le habían llevado a un hechizo de tranquilidad y de bonanza como nunca antes había sentido.
Todo sucedió de forma delirante. El crujir de los huesos de su pie izquierdo resonaron en la profundidad de la selva a la vez que un dolor agudo y desolador lo transportaba nuevamente a la realidad de un sufrimiento inaudito. Totalmente contrariado y aturdido era arrastrado por el pie que había sido destrozado por una fuerza descomunal hacia las aguas embarradas del río Beni.
Con los reflejos que caracterizan al Jaguar éste dio un salto hacia atrás de forma instintiva, saltando y abalanzándose sobre el Caimán, que se aferraba al pie de Juancarí, a la vez que le lanzaba un zarpazo que hizo que soltara el miembro sanguinolento de “Carí el Manechi”.
A partir de ese momento todo fue confuso para aquel “Tacana”, para aquel bravo indígena al que le había tocado vivir una de las experiencias más trágicas que se recuerdan en Madidi. Pocos hombres son capaces de sobrevivir a semejantes acontecimientos y menos explicarlos sin que sean tachados de mentirosos, pero “El Manechi” era portador de aquellas enormes cicatrices y heridas, así como de la cojera en su pierna izquierda, que le dejó la selva en su cuerpo, por lo que pocos eran los que se atrevían a poner en duda su vivencia vital.
El Caimán lanza un ataque vertiginoso contra el felino que había osado quitarle su alimento haciéndole retroceder, pero no sin antes clavarle una fuerte dentellada en el costado desgarrándole y haciéndole emitir un fuerte gruñido de dolor. La pronta reacción del Jaguar no se hace esperar y girando sobre sí mismo se abalanza sobre el caimán cayendo sobre su lomo donde clava sus afiladas uñas e incide un fuerte mordisco en la cabeza del “Yacaré”. A pesar de la fuerte coraza y los tres metros de tamaño del “Aligator”, este se retuerce y se bate en retirada hacia la protección de las aguas turbulentas del río con unas profundas lesiones de las que posiblemente no sobrevivirá.
El Jaguar yace en el suelo, sangrando, pero su herida no es mortal. Juancarí alza la cabeza y nuevamente sus miradas se cruzan. Con un gran esfuerzo se incorpora al mismo tiempo que “Yaguaraté” se levanta y va hacia él. No hay dolor, no hay odio, no hay resentimiento, solo respeto, admiración y comprensión… La mano de “El Manechi” se posa sobre el Jaguar y éste le responde lamiendo su rostro. Nunca más se volverán a ver, pero sus almas han quedado selladas de por vida, más allá de la comprensión humana y terrenal.
Unos pescadores encontraron a Juancarí a orillas del Beni. Lo llevaron al poblado destrozado, lleno de sangre y heridas, con los huesos de su cuerpo rotos y partidos, lleno de pústulas supurantes, alucinando en un delirio febril de aquelarres fantasmales, retorciéndose entre jadeos incomprensibles, vomitando espumarajos y líquidos gástricos, borboteando aire por los agujeros de su pecho, cubierto de una mixtura de sus propias heces y orines con excrementos de animales…
Ichema nunca se cansaba de escuchar a su padre, aquel al que sus abuelos llamaran “El Manechi” y por un impulso casi compulsivo hinchaba su pecho cuando Juancarí, con gran orgullo le llamaba: Ichema “El Yaguaraté”.
2 comentarios:
plas plas plas plas... iba a unirme al soborno de Milena , pero no ha hecho falta , ha sido ...apasionante!
Me ha encantado Li , ni que decir que cierto o no , yo me lo creo a pies juntillas , por que quiero creer que existen cosas tan lindas , así que espero ansiosa el siguiente relato .
Mmm puedo verme en la cola de la libreria para que me firmes tu libro jajaja y no es broma!!
un abrazo
Caramba, caramba, caramba... cómo se nota que somos paisan@s y se tira pa' la tierra. Aún así no sé como ha sido posible que mis mofletes hayan podido pasar del pálido falto de sol a un rojo intenso, que de haber estado en la calle hubiera parado todo vehículo que por mi ladito hubiera pasado.
Muchas gracias Mai, aunque también he de decir que tampoco te quedas corta con tus relatos, así que mi propuesta es que un@ al lado del otr@, junto con Mily, que no se queda atrás, firmemos los libros a tod@s aquell@s que a bien quieran leer nuestras modestas narraciones, incursiones en la literatura y, cuando no en mi caso, mis "pajas mentales", jajajaja...
Un abrazo y darte las gracias por dos cosas: por la sorpresa y por haber inspirado uno de mis próximos post (creo que se llama así), ya que tus relatos me sumieron en los recuerdos de los que ya no están acá y compartieron conmigo la "matenza del cerdo".
Besazos, Li
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