¿Nunca habéis llorado tanto y tan desesperadamente que creíais morir? ¿Habéis sentido cómo algo por dentro se desgarra mientras vuestro rostro se encoge de dolor?
¿Nunca habéis llorado de tal forma, tan terriblemente, que la presión sobre vuestros senos paranasales se hacía insoportable, que los ojos parecían salir de las órbitas, que sentíais que no podíais respirar porque vuestras narices estaban taponadas, que las mandíbulas no daban más de sí, que el escorzo de vuestra cara sorprendería al más loco escultor?
Pero, a pesar de ese enorme dolor que produce el llanto descontrolado, la pena insoportable… ¿No habéis sentido como una liberación?
¿Nunca habéis gemido con el llanto, pidiendo, suplicando, sintiendo que no queríais dejar de llorar, que esa sensación liberaba vuestra alma, a la vez que la mantenía presa?
Aquella mañana Tom lloraba de esa forma sobre la lápida de Thien Phu Ngao, uno de tantos de My Lai.
Les ordenaron “entrar a saco”, los del Vietcong estarían por todas partes, armados, pertrechados, dispuestos a asesinar a todos los americanos… Les dijeron que no tuvieran piedad, ni compasión, que muchos compañeros habían dejado la vida por defender la libertad, un mundo libre… “Hacedlos regresar a la Edad de Piedra”, les había dicho el General Curtis LeMay, ese gran general defensor de la democracia, condecorado con medallas de sangre y muerte…
El 16 de Marzo de 1968 Tom entraba en la aldea de My Lai con órdenes concretas: “Matar y destruir todo lo que estuviera vivo en la aldea. No debían tomar presos”
Ese día Tom esperaba morir en el campo de batalla, los “Charly” se dejarían la piel y posiblemente una bala estaría reservada para él. Pero el destino le tenía preparada una muerte más horrible, más demencial, más caótica: seguir vivo para recordar…
Que fácil es morir sin agonía, que en un chasquido de dedos todo se termine. No hay dolor, ni remordimiento, ni pena, ni desolación, solo hay la nada, el instante de decir - “chao vida, aquí me apeo”. Pero a Tom la vida le tenía dispuesto una tortura más cruel que la muerte misma: el sobrevivir a la vergüenza, a la miseria humana, al tormento del arrepentimiento…
No hubo resistencia, sólo vio tres armas y no sufrieron ni una baja. Era una aldea más, con ancianos, mujeres y niños y no había ni un solo hombre con edad militar.
Tom se paralizó, ni un solo músculo de su cuerpo reaccionó, sólo miraba, como si fuera espectador de una película surrealista. Empezaron a masacrar a los aldeanos.
Vio una anciana en la cama y un monje vestido de blanco le rezaba. Después el teniente Calley lo arrastró afuera y a pesar de las súplicas del monje el valeroso teniente lo empujó hacia el arrozal y le disparó a quemarropa.
El soldado Tom Ritscher tiró su ametralladora y se arrodilló convulsionando por dentro, sintiendo arcadas, desprendiéndose de los restos humanos que salpicaban su cara y que le dejaban ese sabor dulzón de la sangre.
Una mano cálida que contrasta con la frialdad de la lápida se posa en el hombro de Tom. Le aprieta suavemente, le acaricia tiernamente, le consuela, le arropa en su seno…