A finales de Octubre, en el decimoquinto día de la quincena obscura de Kârttika, entre el 21 de Octubre y 18 de Noviembre, me encontraba en el centro de una pista de baile sudando desmedidamente y compartiendo una festividad con el pueblo hindú casi por casualidad, sin haberlo planificado. Era el festival de las luces, el día de la Diwali, que significa “adorno de lámparas” que es una de las festividades más importantes de la India, donde la posición económica o la religión no son impedimentos para celebrar dicho día todos juntos, con fervor, regocijo y en paz. Por supuesto tampoco fue para mi un obstáculo compartir entre tracas y triquitraques uno de los momentos más trascendentes de los hindúes.
Estaba en pleno equivalente a la Navidad Occidental, estaba en la India, en Bikaner, en una fiesta hindú y bailaba y reía y me emocionaba y elevaba mi grito entusiasmado, junto a Brahmā, Vishnú, Ammavaru, Dharma y todos los dioses hindúes que alborozaban y danzaban junto con las dieciséis mil doncellas liberadas por Krishna, en ese espectáculo de luces, de colores y de pérdida de los sentidos…
Rajasthan, zona de excesiva belleza y contrastes desequilibrados; de Maharajaes enamorados, locos de descomedida inquietud y constructores de Taj Majales, en una esquizofrenia desesperada.
Turbantes rojos, amarillos, de vivos colores y discordancias, de insólitos matices danzando por doquier. Entrar en espectaculares palacios, habitaciones ornamentales; imaginar kamasutras en camas de colosal libidinosidad. Esa es la India de Rajasthan.
Tierra desértica, donde sólo un oasis puede aplacar la sed y la dura vida de un despoblado territorio; de dunas y vegetación secas, invadida por gentes del antiguo Indus; de tapices y telas caleidoscópicas; de hombres dotados de orgullo sin parangón y de pronunciados bigotes; de mujeres en ghagras, que con esas faldas exquisitas y sus pulseras tintineantes esparcen sensualidad en las mil y una noches. Esa es la India de Rajasthan.
Palacios, templos y fuertes en una tierra persevera y exigente, de gentes resignadas a su destino, a un karma sumiso, prepotente y de morbosa existencia paupérrima.
Tierra de Reyes, de trajes vistosos y festivaleros, de ferias itinerantes con pastores de penurias resignadas y camellos de incondicional conversación.
Allí me encontraba, ante todo aquel surrealismo de difícil digestión, habiendo superado y escandalizado a mis prejuicios, así como a mi "modus operandi" de subsistencia. Y bailaba y emborrachaba mis sentidos con un pueblo espinoso de comprender, pero accesible en el sentir y en el vivir. Esa es la India de Rajasthan.