sábado, 25 de octubre de 2008

Quinta Parte. Bolivia, Rurrenabaque: Laguna de Patos


Entre finas gotas de suave bruma, aquella noche Juancarí y Anakoya ascendieron a los montes de Tesalia, junto a los Dioses del Olimpo, retozando en los Campos Elíseos, fundiéndose, delirando, exultándose en un sueño de oníricas efusiones, provocando una explosión de fósforo, aminoácidos, potasio y lúcidas hormonas, resbalando por el misterioso laberinto de oscuras cavidades, depositando apaciblemente una semilla en el centro del corazón de “Hera”, la diosa del alumbramiento. Fue así como concibieron, en su primera noche, en su primer acto, a Ichema, su hijo.

¿Por qué incomprensible razón había hecho eso?
Agarrado a un tronco, “Carí el Manechi”, descendía por el río Beni arrastrado por la corriente, golpeándose con las rocas, tragando bocanadas de agua que le inundaban los pulmones, sintiendo el pálpito del ahogamiento en sus sienes, al filo de la hipotermia, careciendo del más mínimo resquicio de calor humano, con el color pálido que lo asemejaba más al mundo de las ultratumbas que a los tórridos barrizales del verano. Dejaba un rastro de rojo fosforescente, para sugerencia de caimanes, babosas y oportunistas chupasangres, cuando en un último impulso, su cuerpo hecho jirones, se posó en un fangal de lodo, barro y excrementos deposicionales. Ya no sentía dolor y en su cabeza resonaban las palabras de los más viejos del poblado diciendo a los jóvenes - ávidos de experiencias y aventuras - que cuando ya no se siente el resquemor de las heridas, estás más muerto que vivo.



Anakoya partió a la jungla sola, como lo habían hecho todas las mujeres de su estirpe, para tener a sus hijos en los márgenes del río Beni. Agarrada a dos ramas y de cuclillas, apretaba en silencio, sin emitir quejido alguno, sin exteriorizar dolor en su rostro, omitiendo cualquier tipo de sufrimiento en vano. Las contracciones eran cada vez más fuertes y tan solo se permitía el respirar fuertemente de vez en cuando, para nuevamente comenzar el brío del parto. Pronto sintió cómo la cabeza del bebé empezaba a salir y empujó más y más para que su hijo sintiera por completo la luz de aquel día lluvioso. Al límite de sus fuerzas, Anakoya, sintió el llanto fuerte y profundo de aquel robusto niño, que empapado en el líquido amniótico del nacimiento, ponía a prueba sus pulmones heredados de los Juancarís, anchos y profundos. En aquel mismo momento la espesura de la jungla se inundaba de un aullido que eclipsaba la frondosidad de la vegetación, acompasando los bramidos de Ichema con los rugidos de Yaguaraté.



Juancarí, al borde de la histeria, esperaba pacientemente a que su mujer le trajera a su hijo, como lo hicieran el padre de su padre y todos sus antepasados. Hubiera dado la vida por poder acompañar a su Anakoya, pero la tradición de su pueblo imponía las leyes consuetudinarias - sociales y de comportamiento - y él no sería el primer “Tacana” que las transgrediera. Estaba a punto de reventar cuando vio a su mujer empapada en sangre y sudor aparecer a lo lejos con aquel pequeño cuerpo entre sus brazos. Al llegar a su altura extendió los brazos y agarró aquel cuerpecito indefenso, tierno y palpitante entre sus dedos. Acercándolo a su cara sintió la calidez del aliento de su hijo, exhalando e inhalando sobre su rostro, con toda la ternura de una nueva vida pura y apacible. Juancarí cerró los ojos y dejó que esa sensación lo inundara por entero, recorriendo todas las terminaciones nerviosas de su cuerpo, sintiendo el revoloteo de sus órbitas oculares estallar en centelleantes estrellitas, reconociendo la esencia de su descendencia en la erección de sus poros…

Lentamente, Juancarí, comienza a recobrar el conocimiento y siente un aliento cálido en su boca. Se estremece.
Es Ichema!!!, sólo él puede hacerle sentir ese dulzor del vaho aromático e inocente exhalado por un ser de esencia noble. Con la euforia de la alegría alucinatoria, “Carí el Manechi” abre los ojos y frente a él, a escasos centímetros de su cara, se encuentra el “Jaguar”.

viernes, 24 de octubre de 2008

Sexta Parte. Bolivia, Rurrenabaque: Laguna de Patos

Aquel hombre de voz ronca, ligeros movimientos y mirada perdida se concentraba absorto en su relato. Las sombras y reflejos que producían las llamas de la hoguera en su rostro enfatizaban las tenues líneas de su expresión al describir los sucesos que acontecieron aquel día en la selva en el que hombre y jaguar se miraron fijamente a los ojos.
Creí ver cómo una lágrima se escapaba a su control recorriendo lentamente su mentón, pero haciendo un gran esfuerzo intentaba desprenderse de las emociones y sentimientos que le traían aquellos hechos. Ichema hizo una pausa para inmediatamente proseguir con aquella historia apasionante.
Yo, por mi parte ni me acordaba de las molestias y punzadas que llevaba todo el día sintiendo en mi dedo meñique - producto de la dentellada poderosa del, todavía aún, caimán “baby” - inmerso, como estaba en el mundo al que me había llevado aquel al que llamaban “Yaguaraté”.
Allí, perdidos en algún lugar de la selva boliviana, un grupo de locos aventureros rodeábamos el fuego que habíamos prendido en la noche para aliviar nuestros huesos humedecidos por la humedad de la jungla y espantar a mosquitos, hormigas asesinas e insectos diversos que atormentaban nuestra piel y ponían a prueba nuestra paciencia, mientras escuchábamos atónitos una historia que se nos antojaba irreal y surrealista.
Por mi espina dorsal recorría un escalofrío a modo de impulsos vibrantes que chocaban insistentemente en mi nuca, dejando grabado en mis registros neurológicos las experiencias sensitivas de aquellos días, de lo que debió sentir aquel hombre desgajado aferrándose a ese hilo de hálito empeñado en tomar los gases de la vida en el exterior, entre dolores y estertores.



A escasos centímetros de su cara, el jaguar lo miraba fijamente, una mirada penetrante que sin embargo escondía una paz sublime. Juancarí sintió esa contemplación ahondando más allá de su horizonte, rozando frenéticamente el límite de su aguante. Fue como caer en un abismo de enormes inquietudes al sentir un extraño alivio de saber que su final lo marcaría aquel animal fascinante de belleza sin igual, poderoso ganador en la lucha por la subsistencia.
Incomprensiblemente yaguaraté seguía allí, mirándole insistentemente, rozando sus pronunciados bigotes con los labios de su víctima, como queriendo absorber la energía vital de su presa, sin reclamar de momento lo que era suyo, lo que se había ganado con su tenacidad y osadía.
A Juancarí aquellos segundos le parecieron eternos, sumiéndole en un estado de sopor delirante, de entrega total. Pero lo más curioso era que se sentía bien, que esos ojos le habían llevado a un hechizo de tranquilidad y de bonanza como nunca antes había sentido.



Todo sucedió de forma delirante. El crujir de los huesos de su pie izquierdo resonaron en la profundidad de la selva a la vez que un dolor agudo y desolador lo transportaba nuevamente a la realidad de un sufrimiento inaudito. Totalmente contrariado y aturdido era arrastrado por el pie que había sido destrozado por una fuerza descomunal hacia las aguas embarradas del río Beni.
Con los reflejos que caracterizan al Jaguar éste dio un salto hacia atrás de forma instintiva, saltando y abalanzándose sobre el Caimán, que se aferraba al pie de Juancarí, a la vez que le lanzaba un zarpazo que hizo que soltara el miembro sanguinolento de “Carí el Manechi”.
A partir de ese momento todo fue confuso para aquel “Tacana”, para aquel bravo indígena al que le había tocado vivir una de las experiencias más trágicas que se recuerdan en Madidi. Pocos hombres son capaces de sobrevivir a semejantes acontecimientos y menos explicarlos sin que sean tachados de mentirosos, pero “El Manechi” era portador de aquellas enormes cicatrices y heridas, así como de la cojera en su pierna izquierda, que le dejó la selva en su cuerpo, por lo que pocos eran los que se atrevían a poner en duda su vivencia vital.




El Caimán lanza un ataque vertiginoso contra el felino que había osado quitarle su alimento haciéndole retroceder, pero no sin antes clavarle una fuerte dentellada en el costado desgarrándole y haciéndole emitir un fuerte gruñido de dolor. La pronta reacción del Jaguar no se hace esperar y girando sobre sí mismo se abalanza sobre el caimán cayendo sobre su lomo donde clava sus afiladas uñas e incide un fuerte mordisco en la cabeza del “Yacaré”. A pesar de la fuerte coraza y los tres metros de tamaño del “Aligator”, este se retuerce y se bate en retirada hacia la protección de las aguas turbulentas del río con unas profundas lesiones de las que posiblemente no sobrevivirá.
El Jaguar yace en el suelo, sangrando, pero su herida no es mortal. Juancarí alza la cabeza y nuevamente sus miradas se cruzan. Con un gran esfuerzo se incorpora al mismo tiempo que “Yaguaraté” se levanta y va hacia él. No hay dolor, no hay odio, no hay resentimiento, solo respeto, admiración y comprensión… La mano de “El Manechi” se posa sobre el Jaguar y éste le responde lamiendo su rostro. Nunca más se volverán a ver, pero sus almas han quedado selladas de por vida, más allá de la comprensión humana y terrenal.


Unos pescadores encontraron a Juancarí a orillas del Beni. Lo llevaron al poblado destrozado, lleno de sangre y heridas, con los huesos de su cuerpo rotos y partidos, lleno de pústulas supurantes, alucinando en un delirio febril de aquelarres fantasmales, retorciéndose entre jadeos incomprensibles, vomitando espumarajos y líquidos gástricos, borboteando aire por los agujeros de su pecho, cubierto de una mixtura de sus propias heces y orines con excrementos de animales…

Ichema nunca se cansaba de escuchar a su padre, aquel al que sus abuelos llamaran “El Manechi” y por un impulso casi compulsivo hinchaba su pecho cuando Juancarí, con gran orgullo le llamaba: Ichema “El Yaguaraté”.


lunes, 13 de octubre de 2008

Vive la "fiesta" de mi muerte.



Nací, crecí y viví para ser libre, pero mi muerte se convirtió en un espectáculo de gritos, sangre, tortura, lujuria y depravación, nada que se le parezca a la muerte digna que tiene que tener cualquier ser vivo.
Las campiñas verdes que me invitaban a corretear, a rezongar y, por qué no voy a decirlo, a retozar con las vacas que merodeaban coquetas a mi alrededor, son una nebulosa en mi mente, un recuerdo frustrante y desolador en estos momentos de tristeza. Ahora, ahora que cuelgo en este gancho carnicero veo a mis destripadores sonreír mientras rajan mi estómago y desparraman mis tripas por el suelo.

Me despojaron de las orejas y de mi hopo abundante en pelo, ese rabito que movía y lucía tan lustrosamente espantando moscas y moscones mientras me sentía el rey de los campos y praderas. No me pregunten cómo ni por qué, pues eso ya no me importa, solo sé que me arrancaron la vida y la libertad.



Yo nunca quise hacer daño, solo luché por vivir, por seguir respirando el aroma de la hierba recién mojada, por seguir bañándome en la luna llena de noches fosforescentes, amor de toro y luna, ese que dio lugar a poesías y canciones.


Pero creo que estoy dando muchas vueltas y seguramente les aburro con tanta perorata, aunque si disponen de unos minutos, esos que me faltan para dejar de ser tan bravo, quizá pueda explicarles cómo he llegado hasta aquí, a esta situación tan desesperada y aparatosa.

Me vinieron a buscar una mañana muy temprano. Mi hocico me decía que ese día no iba a ser como los que estaba acostumbrado a vivir en aquellos inmensos campos de verdes pastos y rabos sugerentes, allá, en la lontananza, donde enredaba a mis anchas.
La brusquedad del traslado me hizo presagiar que algo extraño iba a suceder, algo que me llevaba a un destino fatal. Claro está que yo, siendo un toro bravo y de casta como soy, me resistía a que me impusieran otra voluntad que no fuera la mía y, por qué no voy a decirlo, si la madre naturaleza me había dotado de estos cuernos y de esta fuerza descomunal, ¿cuál sería la razón para no usarlos legítimamente?

En mi inocencia animal nunca embestí con engaño, nunca utilicé artes ni artimañas traicioneras. Quizá esa fue mi perdición, pues inmediatamente me dí cuenta que perdería la partida desde el momento en que sentí el puyazo que me hizo sangrar por primera vez en mi vida. Ese bípedo que conocía de lejos y que nunca entró en mi territorio, ahora me zarandeaba acostumbrado a jugar con mentiras y ardides, con saña y sadismo. Mi desesperación y mi agobio iban creciendo con cada golpe que recibía, con cada deshonra que me infringían.


Todo sucedió rápidamente, aunque el sufrimiento que aún arde en mis vísceras parece como si quisiera permanecer adherido a mi cuero negruzco toda la eternidad, como savia pringosa de árbol mortecino. Ahora, destripado, desorejado y humillado solo espero el estoque final, pues en la euforia de la celebración sanguinaria de mi muerte tortuosa, se olvidaron de rematarme definitivamente, de acabar con mi agonía y me engancharon a cuatro mulos malolientes y aquí me dejaron, colgado como un pendejo, para ser testigo y consciente de cómo unos eunucos pendencieros descuartizan a este toro bravo que una vez fui, con tan malas habilidades y mañas que aún sigo vivo para relatarles esta desgracia.

Sigo dando vueltas y vueltas, pero como les decía al principio todo fue confuso. En mi furia desatada, entre bastonazos, pinchazos, trancazos y la oscuridad del cajón en el que me metieron, se abrió un portón al que presto me lancé como un loco, viendo en aquella abertura el escape a mi infortunio, lleno de miedo y agonía. Si amigos, no se lleven a engaños, pues aunque ahí me vean tan pesado y voluminoso, mis delgadas patas pueden llevarme raudo como el viento, veloz como un soplo. Para que vean que no les engaño pueden preguntarle a la “vaca chicuelita”, que aunque corría y corría nunca escapaba a mis envites amorosos, a la cual hice retozar tantas veces en un tolón - tolón de placer sin igual.
Pero allí estaba yo, corriendo como poseso sin encontrar esquinas ni recovecos, en aquel lugar circular que más bien me parecía una cárcel, entre gritos y destellos que aparecían y desaparecían como de la nada.


Me cansé prontamente, pues no caí en la cuenta que para entonces había perdido mucha sangre. Nunca imaginé que aún me quedara tanto y tanto de ese líquido en el cuerpo; elemento espeso que derramé a raudales por todos los agujeros que me abrieron. La vomité por la boca, la expulsé por la corcova, cayó por donde no sabía que podía derramarla y no la eche por el meato porque en la tragedia de mi muerte me resistía a comportarme como indecente. Aunque, ay de mi, hubiera echado hasta el mondongo si con ello me hubiera garantizado la huída de mis verdugos torturadores y los agravios matariles que me dieron.

“Olé, olé…” Sonido inocuo y cochambroso ¿Qué era ese griterío que resonaba en mis oídos? ¿Qué clase de bestias irracionales me rodeaban? ¿Qué podía haberles hecho yo? A aquello le llamaban fiesta, arte, diversión y yo era el invitado principal, aquel al que no habían pedido opinión, el bufón del reino al que iban a tronchar morcilleramente.




Me pusieron ante un muro y lo embestí, pues como ya dije esa es mi naturaleza, pero esta vez actué más por el miedo que empezó a embargarme que por el poderío de toro bravo. Una y otra vez, una y otra vez y así hasta cuatro veces retorcieron sobre mí una pica de dimensiones descomunales. Un dolor irresistible se agarró de mi lomo dejándome casi sin sentido. En el cuello, delante de la cruz se había abierto una brecha de 14 centímetros de profundidad y 40 de extensión por la que emanaba la sangre que aún quedaba en mi cuerpo como efluvio de fuente matutina, agotando más si cabe mis fuerzas, penetrando y perforando un pulmón, que me desangró hasta límites incomprensibles, destrozándome los músculos del trapecio, del romboideo, del espinoso y semiespinoso, de los serratos y transversos del cuello, lesionándome, además, los vasos sanguíneos y los nervios.




Hecho una piltrafa, no por ello iba a dejar de demostrar mi valor y mi entereza y entre pases de capote y de muleta iba camino a un final anunciado, ya a estas alturas, deseado. Pero que equivocado que estaba si creía que la muerte presta iba a acudir en mi auxilio y a acabar este tormento. Afilados arpones de 8 centímetros empezaron a clavarme en el mismo sitio ya dañado, evitando que la hemorragia desbocada diera una tregua a este cuerpo tan maltrecho. El roce de la muleta, el movimiento y el peso de las banderillas prolongaron el ahondamiento y el destroce de las heridas internas, desgarrándome los tejidos y la piel que una vez lucí tan lustrosamente.

Delante de mí se pone ese Pavo Real, sacando pecho, creyéndose tan valiente y un gran artista, pero ya a estas alturas me da igual, solo le pido que haga penetrar el acero frío en mí cuanto antes. Pero su bravata machista parece que no tiene límites ni final. Si pudiera levantar la cabeza y seguir embistiendo, pero mi columna vertebral está desgajada y malherida.
Finalmente, me atraviesa con 80 centímetros de espada que me destroza el hígado, los pulmones, la pleura y la arteria mayor, lo que hace que vomite sangre a raudales por la boca y la nariz. Me tambaleo y busco por última vez una salida que me lleve a mis verdes prados, al barro fresco y seductor que se forma después de esas lluvias otoñales y que me empapaban por entero. Y mientras busco la puerta por la que me hicieron entrar en este ruedo de muerte, me apuñalan en la nuca, una y otra vez, hasta que caigo en la arena mojada por mi propia sangre.



Un matarife, cateto y analfabeto me secciona la médula espinal, bueno, o eso intenta, porque en su incompetencia no ha conseguido seccionarla y aquí estoy como les dijera, vivo y consciente todavía, siendo arrastrado por estos mulos, entre vítores, gritos y alaridos camino al gancho del descuartizamiento.



Ustedes me perdonen si estas fotos que les muestro son desagradables e hirientes para la sensibilidad, pero es la historia de mi existencia y aunque no pretendo hacerles cambiar de hábitos y costumbres, quería hacerles partícipe de mi vida y de mi muerte, pues dicen que en la verdad no hay traición ni engaño siendo esta mi realidad que es la única que tengo.
Ahora me despido de ustedes, pues ya la agonía ha llegado a su fin y vuelvo a mis campos serranos que un día me vieron nacer y crecer en libertad.



Fuentes Fotos: www.torosdelidia.org y www. taringa.net

sábado, 11 de octubre de 2008

1ª Parte. La Etnoarqueología ¿Qué es?


La Nueva Arqueología, desde sus comienzos, puso gran énfasis en la explicación, en concreto, en cómo se formó el registro arqueológico y qué significaban las estructuras y artefactos excavados en relación al comportamiento humano. Se comprendió que uno de los medios más efectivos para resolver estas cuestiones sería estudiar la cultura material y el comportamiento de las sociedades vivas.
El 99% de nuestra Historia, la del ser humano, es Prehistoria, por lo que no es inútil cualquier intento de llegar a la comprensión de los procesos que se produjeron durante este largo período de tiempo.



La arqueología hoy día se comprende como una ciencia multidisciplinar, donde innumerables disciplinas científicas y humanísticas se unen para nuestra mejor comprensión del pasado. La etnoarqueología es una más.
La etnoarqueología indica los medios a nuestro alcance para hacer viva nuestra prehistoria mediante ejemplos escogidos de las sociedades correspondientes en el mundo. Por tanto la arqueología puede estudiar los pueblos de la Edad de Piedra y del Neolítico de nuestros días para poder penetrar en el pasado viviente, en otras palabras, para crear lazos con el pasado mostrando procesos sociales vivos.
Los restos arqueológicos son como pisadas en la arena; sólo una mínima parte de lo que existió se conserva. La mejor parte fue rescatada para reutilizarla y el resto fue destruida. ¿Podemos interpretar, pues, el material arqueológico para poder reconstruir cómo vivía y se relacionaba la gente?



La arqueología es el “tiempo pasado de la antropología cultural”. Mientras que los antropólogos culturales basan sus conclusiones en la experiencia de la vida real dentro de comunidades contemporáneas, los arqueólogos estudian las sociedades del pasado, principalmente a través de sus restos materiales.
Pese a ello, una de las tareas más arduas para el arqueólogo en la actualidad, es saber cómo interpretar la cultura material en términos humanos, ¿Cómo utilizaron esos recipientes? ¿Por qué algunas viviendas son circulares y otras cuadradas?
Aquí los métodos de la arqueología y de la etnografía se superponen. En las últimas décadas los arqueólogos han desarrollado la etnoarqueología, en la que, al igual que los etnógrafos, viven en comunidades contemporáneas, pero con el propósito específico de entender cómo usan la cultura material dichas sociedades, cómo fabrican sus útiles y armas, por qué construyen sus asentamientos, dónde lo hacen, etc.



Por otro lado nos damos cuenta que sólo podemos entender el registro arqueológico si entendemos detalladamente cómo ocurrió, cómo se formó. Los procesos postdeposicionales son, en este momento, un foco de estudio intensivo. Es aquí donde la etnoarqueología adquiere su verdadero sentido, en el estudio de los pueblos vivos y su cultura material.
David Hurst, en sus estudios sobre la cultura al oeste de Norteamérica se plantea la pregunta ¿Cómo fue creado el registro arqueológico? Según Hurst empleamos la etnoarqueología para ver cómo las cosas entraron en el registro arqueológico. Para él hay ciertos procesos que son independientes del tiempo y del espacio. Comprender cómo operan hoy dichos procesos nos da las herramientas para comprender cómo funcionaban ciertas tecnologías, cómo opera la gente y cómo se traslada al registro arqueológico.



Por otro lado las prácticas de sacrificio entre los cazadores recolectores actuales llevado a cabo por Lewis Binford entre los esquimales Nunamiut de Alaska, le ha proporcionado nuevas ideas sobre el modo en cómo puede haberse formado el registro arqueológico, permitiéndole evaluar los restos óseos de animales comidos por los hombres primitivos en otras partes del mundo.
Peter White, de la Universidad de Sydney, afirma que no puede comprender cómo un arqueólogo puede evitar ser etnoarqueólogo. Según White la etnoarqueología es importante para proceder en las excavaciones.
Así, por tanto, la etnoarqueología es una aproximación indirecta a la comprensión de cualquier sociedad del pasado.

viernes, 10 de octubre de 2008

2ª Parte. Imágenes del Pasado. La organización social.


Probablemente nuestros antepasados tuvieron una organización social y una relación entre hombres y mujeres similar a la de los pueblos primitivos de hoy, por tanto tan solo en estos pueblos podemos encontrar la comprensión de los procesos que forman nuestras raíces.
No existe sociedad sin organización, no importa lo simple o temporal que sea, lo organizada que parezca. Siempre hay una red invisible entre los individuos de un grupo y cada uno, sea hombre o mujer, tiene su lugar en ella.



Quizá en la caza mayor, en la necesidad de una organización, se impuso el hombre e influyó poderosamente en nuestro comportamiento hereditario hacia los demás. La caza mayor es dura y peligrosa, es trabajo de hombres, no porque las mujeres no puedan realizarlo, sino porque deben tener a los hijos y criarlos, por lo que deben tener mayor tranquilidad cuando están embarazadas.
El papel del sexo no ha sido inventado por nosotros, es parte de nuestro código genético. Los hombres y las mujeres son igual de importantes para la supervivencia de la tribu y ocupan, por tanto sus posiciones correspondientes.
En Nuevas Hébridas la organización social permanece inmutable. Organización social no es lo mismo que estructura de poder organizada. Existe igualdad, pero no porque todos sean iguales, sino porque todos piensan que la igualdad no existe; siempre hay alguien mejor: mejor cazador, mejor guerrero, mejor mediador en los conflictos, etc., siempre hay alguien que en ciertas situaciones tiene la capacidad de dirigir a los demás.



Las sociedades sin jefes propios o elegidos son hoy muy pocas en el mundo. Los aborígenes de Australia o los !Kung San del Kalahari son un buen ejemplo de este sistema. Según los etnoarqueólogos probablemente así funcionaban nuestros antepasados de la Edad de Piedra hace 10.000 años.
Pero hasta en las sociedades más reguladas, como en la Melanesia, encontramos liderazgos temporales basados en cualidades personales o de conocimientos. El liderazgo adviene solo para un corto espacio de tiempo o para una actividad determinada. En otras ocasiones puede haber alguien de algún grupo que le releve del puesto. No hay preferencias ni elección, todos conocen que éste o aquel es el líder para cierta situación y nadie es tan ridículo como para hacer problema de esto.
La organización social depende del tamaño del grupo y éste, a su vez, del suministro de alimentos. Desde el punto de vista del arqueólogo es importante tener acceso a la organización social histórica para establecer el tamaño del grupo o el área del territorio, pues éste está determinado por el suministro de alimentos.
Hay un perfecto equilibrio entre los cazadores recolectores y nunca se permite que el número de individuos de una tribu sobrepase un punto crítico. No importa que se usen métodos abortitos o infanticidas, el hambre y la superpoblación son, pues, desconocidas.
Las relaciones entre hombres y mujeres están unidas al papel que desempeñan en la producción de alimentos, es decir, a la división del trabajo entre ellos.
En sociedades con recursos altamente variados y con una producción segura de alimentos, se desarrolla generalmente una actitud positiva hacia lo sobrenatural y con frecuencia encontramos un destacado simbolismo femenino. En ellas hay un alto grado de igualdad y las mujeres dominan, al menos, tanto como los hombres. Hallamos típicas sociedades femeninas entre cazadores recolectores, como por ejemplo en los Pigmeos en África y en Malasia.
Las condiciones también son similares entre agricultores con recursos seguros, como en el mundo isleño de Indonesia, donde está arraigado el dominio femenino.

En el Neolítico la organización social pudiera muy bien haber sido, al principio, similar a la de Trobriand. Aquí no se valora el trabajo por lo que haga un hombre o una mujer, pues las realizaciones de ambos son importantes para el equilibrio social.
Sólo en culturas donde los recursos están en peligro se sucede el poder del hombre al de las mujeres. En nuestro Neolítico sucedió esto en la transición de la Edad de Piedra a la edad de Bronce hace unos 4 ó 5 mil años, cuando guardar el ganado tenía una decisión económica decisiva.

En Nueva Guinea, en las orillas del río Sepic, el suministro de alimentos variados es muy limitado, especialmente en proteínas, por lo que pudiera ser que esta fuera una de las razones de su pasado belicoso y del dominio del hombre hacia la mujer.
Es probable que un tipo de organización de grandes hombres existiera en la tardía Edad de Piedra, cuando los pueblos se hicieron más sedentarios como consecuencia de la importancia creciente de la agricultura.