sábado, 27 de septiembre de 2008

1ª Parte. La India: Rajasthan, el lugar donde se inventó el colorido.


El entusiasmo se apoderó de mí poco a poco, como astuto embaucador de almas sin destino, como queriendo llevarme a la liberación de mis recatos. Allí estaba yo, danzando o mejor dicho, dando saltos desarticulados, extrañamente descoordinados con pasos sucesivos que evitaban que mis huesos dieran contra el suelo; compartiendo risas y melodías.
A finales de Octubre, en el decimoquinto día de la quincena obscura de Kârttika, entre el 21 de Octubre y 18 de Noviembre, me encontraba en el centro de una pista de baile sudando desmedidamente y compartiendo una festividad con el pueblo hindú casi por casualidad, sin haberlo planificado. Era el festival de las luces, el día de la Diwali, que significa “adorno de lámparas” que es una de las festividades más importantes de la India, donde la posición económica o la religión no son impedimentos para celebrar dicho día todos juntos, con fervor, regocijo y en paz. Por supuesto tampoco fue para mi un obstáculo compartir entre tracas y triquitraques uno de los momentos más trascendentes de los hindúes.


Estaba en pleno equivalente a la Navidad Occidental, estaba en la India, en Bikaner, en una fiesta hindú y bailaba y reía y me emocionaba y elevaba mi grito entusiasmado, junto a Brahmā, Vishnú, Ammavaru, Dharma y todos los dioses hindúes que alborozaban y danzaban junto con las dieciséis mil doncellas liberadas por Krishna, en ese espectáculo de luces, de colores y de pérdida de los sentidos…
Rajasthan, zona de excesiva belleza y contrastes desequilibrados; de Maharajaes enamorados, locos de descomedida inquietud y constructores de Taj Majales, en una esquizofrenia desesperada.
Turbantes rojos, amarillos, de vivos colores y discordancias, de insólitos matices danzando por doquier. Entrar en espectaculares palacios, habitaciones ornamentales; imaginar kamasutras en camas de colosal libidinosidad. Esa es la India de Rajasthan.
Tierra desértica, donde sólo un oasis puede aplacar la sed y la dura vida de un despoblado territorio; de dunas y vegetación secas, invadida por gentes del antiguo Indus; de tapices y telas caleidoscópicas; de hombres dotados de orgullo sin parangón y de pronunciados bigotes; de mujeres en ghagras, que con esas faldas exquisitas y sus pulseras tintineantes esparcen sensualidad en las mil y una noches. Esa es la India de Rajasthan.




Palacios, templos y fuertes en una tierra persevera y exigente, de gentes resignadas a su destino, a un karma sumiso, prepotente y de morbosa existencia paupérrima.
Tierra de Reyes, de trajes vistosos y festivaleros, de ferias itinerantes con pastores de penurias resignadas y camellos de incondicional conversación.
Allí me encontraba, ante todo aquel surrealismo de difícil digestión, habiendo superado y escandalizado a mis prejuicios, así como a mi "modus operandi" de subsistencia. Y bailaba y emborrachaba mis sentidos con un pueblo espinoso de comprender, pero accesible en el sentir y en el vivir. Esa es la India de Rajasthan.

viernes, 26 de septiembre de 2008

2ª Parte. La India: Conversaciones con un Camello

Nada podía prepararme para conocer el mundo que pisas. Ningún pensamiento, por imaginativo que éste fuese, podía igualar el choque en los sentidos que produce al foráneo este país tan inmenso, la India, este tu país.


Hoy a lomos de tu espalda, bueno, de tu joroba, que por momentos me tortura, contemplo extasiado el brillo de tus ojos, esos que tienes tan inmensos y expresivos. Ya no me afecta tu aliento, ya no aturde mi olfato.
Recuerdo hace unos días, que parecen ya meses, que la primera sensación fue un choque a mis narices. Siempre me preguntan ¿olía mal? Por qué lo diferente tendrá que oler mal…
Era eso, diferente, una mezcla entre especias, excrementos de vaca, humedad, humanidad y un qué se yo, algo que define estos lares, que sonroja al viajero y que le engancha de por vida.
La India se palpa en tu piel grasienta, en las lágrimas que ruedan de tus ojos hasta estallar en la fina arena, levantando minúsculas partículas como volcán enfurecido, en las risas de los niños que ronronean a tu alrededor, sin caprichos, sin complejos…

La India se palpa en tu gesto, en tu pose resignada, en tu presteza en la obediencia, en tu aguante dócil y sumiso.

Tu forma indefinida, como esta tierra, finalmente cumple la función para la que fue creada, cobijando al caminante en tu corcova protectora.
He caminado descalzo y comparo mi huella con la tuya. Son tan diferentes y sin embargo seguimos el mismo camino. Y cuando mi impronta desaparece sigo allí, sumido a ti, subido a ti.
Si camello, mientras charlamos un sonido atronador invade nuestros pensamientos, nuestras delibe
raciones. Será por eso que tus orejas no paran quietas buscando y escudriñando el horizonte. La incertidumbre se adueña de nosotros.
Conocí a muchos que no aguantaron tu roce entre sus piernas, el tintineo insistente de tus andares, el contacto directo con tu aliento, el color amarillento de tus dientes carcomidos. Llegaron y sintieron pena, lloraron y se marcharon, no soportaron verse reflejados en la tela acuosa de tu pupila.


Conocí a otros que se fundieron en la grasa de tu joroba, en la espuma de tu saliva, sin distinguir si eran humanos o camellos, perdieron el contacto con la calidez de la arena y con sus vidas vacías y huecas se llenaron de tus quejidos y lamentos.
Pero otros, como yo, aprendimos de nuestras conversaciones, logramos contactar de tu a tu. Y aunque somos tan diferentes hoy nos hemos escuchado en el silencio del desierto.