lunes, 18 de agosto de 2008

1ª Parte. Las oficinas salitreras de Humberstone y Santa Laura. Morir por 18 Peniques.


En el interior de Iquique, a 47 kilómetros del litoral y a 1.070 metros de altura, pude reencontrarme con un pedazo de la historia de Chile. Allí, en la sequedad del desierto más árido del mundo, sentí y admiré el espíritu de una raza de super hombres y mujeres. Las oficinas salitreras de Humberstone y Santa Laura fueron uno de los lugares donde se forjaron, a base de martillo y yunque, los obreros pampinos y sus familias, gentes sólidas y sacrificadas.
Geográficamente esta zona es conocida en Chile como el Norte Grande, constituida por el desierto de Atacama - uno de los más secos del mundo - y allí se encuentra la riqueza mineral de este bello país, compuesta por grandes yacimientos de cobre y salitre.


El capricho del pasado de estas gentes quiso que a finales del siglo XIX el Nitrato de Sodio, comúnmente llamado Salitre, se convirtiera en el vital puntal de la economía chilena, siendo el principal productor a nivel mundial de este material imprescindible como abono agrícola.
Ni Noeliner, Ochsenius, Pissis, Mieres y Whitehead se ponen de acuerdo al elaborar una teoría del por qué se formaron estos depósitos en esta zona, pero lo cierto es que sea como fuere allí estaba yo, casi extasiado al sentir mis pies posados sobre el salitre que mezclado con otras pastas le daba una consistencia de cemento fraguado; sintiendo como propio el sudor de aquellos hombres esforzados combatiendo contra el desierto, vulnerables ante la arbitrariedad cometida por los patronos y el duro control que ejercían sobre sus vidas.

El recuerdo que ahora eriza mis cabellos me lleva a las calles desérticas de Humberstone, a sus edificios en los que entré como intruso: en la Casa de Administración, en el Teatro, en la Pulpería, en la Panadería, en el Cuartel de Bomberos… Me parece estar oyendo los gritos y las risas de los niños bañándose en la Piscina comunitaria, el ronroneo del viento batiendo en el Molino; los golpes de la maestra reclamando el silencio de la chiquillería en la Escuela.
Entrar en Humberstone es compartir la historia, es casi revivirla. Mi mente, que siempre juega a transportarme, me succiona al momento en que aquel lugar bullía por la actividad y el ajetreo del trabajo en las minas, de la ida y venida interminable del ripio que todavía hoy reposa esparcido en el desierto, como impronta del sufrimiento del pampino.
Me giro sobresaltado creyendo ser atropellado por la carreta repartidora del agua potable; me aparto para dejar paso a la Vagoneta que vacía el Caliche a los chanchos; llevo el gesto a mi sombrero para saludar al Jefe de Pampa, al encargado de correos que, montado en su mula, se detiene a charlar con unos y otros; tropiezo con el Palanquero que corre de forma acalorada para no llegar tarde a su puesto de trabajo; admiro la habilidad del inspector de vías que montado en su monocarril realiza auténticos movimientos coordinados.


Pero en este recorrido por la historia en el que voy cogido de la mano de mi compañera, nos detenemos en un reflejo compartido ante la conversación de una cuadrilla de desripiadores. Podemos sentir su malestar ante los abusos de los dueños, ante el sistema de pago por medio de fichas las cuales son sólo canjeables exclusivamente en las oficinas y negocios de Humberstone.

Planean reclamar al Gobierno de Santiago atención y mejoras en sus condiciones de vida; proclaman consignas y demandas laborales que desembocarán en una huelga general, iniciándose un 10 de Diciembre de 1907 la “Huelga de los 18 Peniques”, sin saber que morirían acribillados aquel fatídico 21 de Diciembre en la escuela de Santa María de Iquique, formando parte de una estadística macabra de 2.200 seres humanos asesinados y enterrados en fosas comunes, para intentar ocultar una matanza incomprensible.
Visitar Humberstone en medio de un desierto impasible, tortuoso y agotador es una experiencia sobrecogedora. En el silencio de sus recovecos, siendo fustigados por un viento seco y abrasador, nuestra mente se metamorfosea convirtiéndonos en uno más de aquellos seres humanos desgajados, impregnándonos de sus olores a óxido, de sus sufrimientos incandescentes y pasiones febriles que recorrieron una vez aquellas calles y edificios.

El Pregón de Luis Advis nos recuerda para que nunca olvidemos:
Señoras y señores
venimos a contar
aquello que la historia
no quiere recordar.
Pasó en el Norte Grande,
fue Iquique la ciudad.
Mil novecientos siete
marcó fatalidad.
Allí al pampino pobre
mataron por matar.
Cantata de Santa María de Iquique.



miércoles, 6 de agosto de 2008

2ª Parte. Las oficinas salitreras de Humberstone y Santa Laura. Morir por 18 Peniques.


Michelle lloraba mientras firmaba la orden de exhumación de los restos de los obreros asesinados el 21 de Diciembre de 1907 en Santa María de Iquique para que fueran depositados en un monumento especialmente dedicado a ellos.
El recuerdo de su padre seguía vivo en su memoria y mientras observaba cómo la tinta seguía los trazos de su mano, recordaba la noche en que junto a su madre lo vio partir para no volver a verlo más, sin saber a las torturas a las que serían sometidas ella y su madre. Ahora se sentiría orgulloso de ella, como Bachelet que era.


Mujer inteligente, valiente, emprendedora, hija de un hombre íntegro, de un militar de los de verdad, de los de antes, de los que debían demostrar hasta la muerte el por qué era digno de las medallas que colgaban en su pecho. Hija de una mujer especialmente fuerte y luchadora, digna de la estirpe de los Jeria
Ahora ella gobernaba un gran pueblo, una nación con una deuda pendiente para con sus ajusticiados, con sus mártires, sus asesinados, ahora su canto era un canto libre para poder regalar y vivir en nuestra memoria.



“18 peniques… No volverás del fondo de las rocas… Decidme, aquí fui castigado…Señaladme la piedra en qué caísteis y la madera en que os crucificaron…” Eran los sentimientos, las frases que afloraban de sus labios. Recordaba a sus gentes, a su pueblo reclamándola, pidiéndole justicia, depositando todas sus esperanzas en sus manos y ahora ella les debía esa deuda, debía hacer honor a las huellas incrustadas en la fachada de aquel maravilloso palacio.
La mayoría de los historiadores coinciden en que la cifra más acertada de asesinados aquel día de Diciembre de 1907 fue de 2.200 personas, sin embargo otros insisten que los enterrados en las fosas comunes ascienden a 3.600 seres humanos acribillados.

La orden de disparar la dio sin pestañear el general Roberto Silva Renard, que comandaba las unidades militares bajo instrucciones del ministro del interior Rafael Sotomayor Gaete, ordenando reprimir las protestas, dando muerte a miles de trabajadores y reprimiendo de forma infrahumana a los supervivientes.
Michelle miraba con ternura a Sebastián, a Francisca y a Sofía y supo al instante que todo sacrificio no fue en vano, ellos eran la representación viva de aquel maravilloso país, de la esperanza y del futuro.
Cerró la carpeta y se la dio a su Primer Ministro para que cumpliera su orden sin demorarse un instante. Aún recuerda la sonrisa de sus hijos mientras se dirigía a ellos para abrazarlos.

lunes, 4 de agosto de 2008

3ª Parte. Las oficinas salitreras de Humberstone y Santa Laura. Morir por 18 Peniques.

Carlos Seguel provenía de una familia de militares de los que se hacían a pulso, de los heroicos, de los que nunca retrocedían, de los que creían fervientemente en la defensa de la nación, en dar la vida por ella.
Nacido en Iquique, su padre había combatido en la Guerra del Pacífico que duró desde 1879 a 1884 y que enfrentó a Bolivia, Perú y Chile en una guerra en la que estaban en juego los territorios de Tarapacá y Antofagasta, lo que significaba que el vencedor se anexionaría los grandes yacimientos de cobre y salitre de la zona.
Finalmente fue Chile quien consiguiera el control de las minas, cosa que conllevaría no pocas tensiones por el dominio de las mismas, desembocando en la guerra civil chilena de 1891, cuando el bando del Congreso Nacional, protegiendo los intereses chilenos y británicos de la zona, vencieron en la contienda contra los partidarios del Presidente de la República José Manuel Balmaceda.
Carlos había sido engendrado el 13 de Noviembre de 1880, dos meses antes de que mataran a su padre en la Batalla de San Juan y Chorrillos y a sus 19 años se alistó en el ejército con el convencimiento de que debía dar la vida por su patria como lo hiciera su padre.

Aquellos días de Diciembre de 1907 había habido mucho movimiento en el puerto y, por lo que pudo saber Carlos, varios regimientos habían desembarcado para reforzar los dos que se encontraban en Iquique. Él y sus hombres no sabían que estaba pasando realmente, pero se había declarado el Estado de Sitio y les habían dado la orden de encaminarse a la Escuela de Santa María de Iquique. Los rumores eran que gran cantidad de obreros del salitre habían llegado a la ciudad, pero todo era confuso y no sabían realmente qué estaba pasando.
Lo que sucedió aquel 21 de Diciembre de 1907 no se borraría jamás de su mente. Los recuerdos de los acontecimientos que se sucedieron los llevaría como una losa pesada el resto de sus días. Nunca imaginó, cuando se alistó en el ejército, que contemplaría una matanza como la que se produjo en aquella Escuela, como si de corderos al matadero se tratara, hombres, mujeres y niños fueron masacrados en un baño de sangre irracional y sin sentido.
Como en un sueño oyó la orden de abrir fuego contra aquellos seres indefensos, desvalidos, asombrados… Su cuerpo, incapaz de reaccionar, fue empujado, golpeado, pisoteado y de pronto, como en un impulso convulsivo, las lágrimas empezaron a caer de sus ojos haciendo más borrosa las escenas, las muertes, el dolor, el sufrimiento, los gritos, las súplicas, los gorgoteos estertóreos de las víctimas, el estruendo ensordecedor de los fusiles descargando odio y traición.
El sabor a sangre, a fuego y a pólvora se le agarró en la garganta impidiéndole respirar. Deseando morir, acabar con aquel espectáculo libidinoso de la muerte levantó su fusil y lo apoyó bajo su barbilla. Pensaba en su padre, en su estirpe y no, no fue por aquello por lo que él, Carlos Seguel hijo, de Hernán Seguel, se hiciera militar. El creía en su patria, en defender a sus conciudadanos, a sus gentes, a aquellos que ahora morían a miles en una sin razón orgiástica sanguinaria.
Fue entonces cuando abrió los ojos y lo vio. Aquel niño, sentado junto a su padre, que yacía en el suelo, sostenía la mirada de su verdugo, desafiante, con las manos ensangrentadas, dispuesto a morir como hombre a pesar de su corta edad. Vio como le apuntaba un soldado y en un acto reflejo se abalanzó sobre el niño recibiendo el disparo incandescente en su cuerpo.
Juanito vio como descerrajaban un tiro a su padre en el pecho; vio como se desplomaba, como le dirigía una última mirada de ternura y amor, de fuerza y valentía. Su primer impulso fue llorar, pero se acordó de las palabras de su padre: “somos hijos de la pampa, hijo mío, hombres fuertes, sólidos y valientes. No lo olvides nunca Juanito y sé digno de ello, porque somos hijos de esta tierra.”
Miró al asesino de su padre, desafiante, dispuesto a ser digno hasta el último suspiro de su corta vida, cuando de pronto sintió un gran peso sobre él en el momento en que oía un estruendo y un líquido caliente le invadía la cara. El último recuerdo de Juanito, antes de perder el conocimiento, fue como aquel joven militar de nariz aguileña, con labios finos que coronaban el hoyuelo de su barbilla, lo levantaba tambaleante y lo escondía en un armario, viéndolo partir posiblemente a una muerte segura.

4ª Parte. Las oficinas salitreras de Humberstone y Santa Laura. Morir por 18 Peniques.


Por uno de esos caprichos que tiene la vida, Juan Carrillo o Juanito, como lo llamaban normalmente, a sus 111 años había tenido una existencia apasionante, longeva, llena de pasiones intensas y de vivencias dolorosas, pero también gratas.
Su memoria lo llevaba a ese 21 de Diciembre, cuando a sus 10 años vio cómo su padre moría en una de las matanzas más horrendas de la historia de su país. También recordaba cómo aquel joven soldado le había salvado la vida, haciéndole comprender el significado de la dualidad de la vida y de nuestra existencia. Lo que había vivido durante toda su vida, a partir de aquel fatídico día, se lo debía a él. Por ello, Juanito, no sentía odio.
Había experimentado tantas y tantas cosas. Había sido testigo y partícipe de acontecimientos históricos de su país, de esa gran nación, su nación, su Chile, al que se había entregado por completo, en cuerpo y alma. Había sobrevivido a sus amigos, a sus seres queridos. Había enterrado con sus propias manos a su mujer y a su hijo Pedro.


Si, a Pedro, su hijo, su amado hijo, al que le devolvieron medio muerto cuando fue a buscarlo al Estadio Nacional donde acudió con la misma actitud que mostrara a los 10 años frente al verdugo de su padre, siendo un hombre de la Pampa, de los sólidos, de los de la tierra. Quizá fuera por eso por lo que aquel militar, que lo miraba desafiante, no pudo sino bajar la cabeza y dar la orden de que le trajeran a su hijo de inmediato.


Pedro murió en sus brazos, fundidos en un beso de ternura, de amor, de valentía, de fuerza y le prometió cuidar de sus nietos, María y Antonio.
Cuantas cosas se mezclaban en su cabeza. Ahora en su lecho de muerte, recordaba a aquel poeta compatriota chileno, al que conoció en la Guerra Civil Española en el año 1937, Pablo se llamaba. Todavía se acordaba de aquellas tertulias apasionadas que tuvieron mientras descansaban de haber combatido en la Batalla del Ebro, en Aragón – España - ; cómo le encantaba oírlo hablar, recitar poesías que fluían de sus labios de forma espontánea y campechana. Pero también lo recordaba frunciendo el ceño cuando le contó su vivencia en la Escuela de Santa María de Iquique y cómo se había quedado en un silencio profundo para finalmente acabar diciendo las únicas palabras misteriosas que salieron de su boca: “Sube a nacer conmigo hermano…”
Pablo era un ardoroso fan de las cosas sencillas y cotidianas y, por qué no decirlo, del amor de las mujeres. El último día que lo viera antes de volverse a su querido Chile, Pablo le cogió del brazo y le dijo: “querido amigo ahora ya sabes el significado de Santa María, amar y no amar, puesto que de dos formas es la vida” y lo abrazó fuertemente.


Juanito creía fervientemente en la justicia, en la igualdad y en el compromiso social, por ello no dudó un momento en impregnarse del entusiasmo que se produjo en su país a finales de 1970. Aquel hombre entusiasta, llamado Salvador, llegó al gobierno de la nación e intentó construir una sociedad basada en el socialismo a través de la democracia, una experiencia única a nivel mundial que fue truncada con el golpe militar de 1973 y que marcaría una nueva etapa de sangre y odio en Chile.



El corazón le palpitaba fuertemente cuando supo que su hijo Pedro estaba aquel 11 de Septiembre en el Palacio de la Moneda, junto a Salvador, porque conociéndolo como lo conocía haría pagar cara su muerte, no en vano también era un hombre de la Pampa.
Sentado en el suelo, como lo hiciera con su padre, Juanito sostenía la cabeza de su hijo en sus últimos momentos, mientras le relataba los sucesos que acaecieron ese día; cómo Pedro y Salvador se miraron, fundiéndose en un abrazo al despedirse entre el estruendo de los cañones y las palabras que le había dirigido: “cuenta al mundo lo que aquí ha pasado. Yo tengo que realizar el último acto de Estado como Presidente de esta Nación.” Fue así cómo aquel hombre valeroso, enérgico, obcecado y de ideas profundas se quitó la vida para no complacer a sus enemigos, a los enemigos de su nación.
Juanito beso en los labios a su único hijo Pedro y se despidió de él mientras pensaba en sus nietos.
Resuenan en su cabeza todavía aquellas palabras de aquel hombre, que aunque no nació allí, también fue “hombre de la Pampa”:
"Colocado en un trance histórico, pagaré con mi vida la lealtad del pueblo. Y les digo que tengo la certeza de que la semilla que entregáramos a la conciencia digna de miles y miles de chilenos no podrá ser cegada definitivamente. ¡Trabajadores de mi Patria!: Tengo fe en Chile y en su destino. Superarán otros hombres este momento gris y amargo donde la traición pretende imponerse. Sigan ustedes sabiendo que, mucho más temprano que tarde, se abrirán de nuevo las grandes alamedas por donde pase el hombre libre, para construir una sociedad mejor."



Ahora, en su lecho de muerte, acompañado por sus nietos, María y Antonio, Juanito abre los ojos por un momento y lo ve con toda claridad. Aquella expresión de compasión en la mirada, aquella nariz aguileña y aquellos labios finos coronando el hoyuelo de la barbilla. Es su ángel de la guarda, es aquel soldado que le salvó la vida en la escuela de Santa María de Iquique y su corazón se regocija y reposa tranquilo sintiendo una mano amiga que le acaricia el rostro en los últimos momentos de su vida.

El padre Idelfonso Seguel había acudido como tantas veces a dar la extremaunción a un moribundo, esa tarde de Marzo de 2008, pero por una extraña razón creyó reconocer a aquella figura que ahora descansaba en paz con una sonrisa en la boca y con una expresión de amor como nunca había visto.

María se sentaba en el segundo pupitre de la tercera fila y no podía dejar de mirar a aquel chico que la observaba haciéndola ruborizar como nunca antes lo había hecho nadie. De soslayo notaba su mirada incrustada en ella y juraría que también podía sentir su aliento, cálido, dulce y sugerente.
Pedro Carrillo no había dudado ni un instante al elegir el nombre de su hija, la llamaría María, en honor a su abuelo que había sido asesinado vilmente en la Escuela de Santa María de Iquique. Era una forma de honrar su memoria y de demostrar el amor que sentía por él, por aquel hombre valeroso, de entereza sin igual, hombre de la pampa, que aunque nunca pudo sentir su tacto, ni oir sus palabras, era como si lo conociera desde siempre. Mientras el agua bendita caía por la cabecita de María, Pedro miraba a su padre y no pudo evitar contener el llanto.
María y Santiago se miraban uno frente al otro, sin decir nada, ensimismados, escudriñando cada detalle, cada gesto. Desde que se vieron supieron que algo nuevo había nacido, que por aquellos azares de la vida se habían encontrado y que jamás se separarían desde ese momento.
- ¿Cómo te llamas?
- Me llamo María ¿y tú?
- Yo me llamo Santiago, Santiago Seguel.


sábado, 2 de agosto de 2008

3 ª Parte. ¿Cómo vivían y se relacionaban nuestros antepasados? ¿Qué pensaban, cuales eran sus mentalidades, sus ritos, sus cultos...?

¿Cómo podemos interpretar el registro arqueológico para poder reconstruir cómo vivían y se relacionaban las gentes del pasado?
Y si ya esa pregunta encierra una dificultad considerable ¿qué podemos decir de sus cultos, sus ritos, sus mentalidades, de lo que pensaban…?
Quizá no encontremos nunca respuesta a estos interrogantes, pero la etnoarqueología plantea cuestiones interesantes que son dignas de tener en cuenta.
Un artefacto es un objeto con muchas cosas que contar, por ejemplo, en una flecha hay ciertas características que indican que las hizo un cierto grupo, pero ¿cómo podemos saber cómo se relacionaba y organizaba ese grupo a través de la flecha? Hay un largo camino entre una serie de flechas, hachas de piedra, de azuelas, etc., hasta saber cómo eran usadas y cómo vivía la gente.



Si bien hay ciertos procesos independientes del tiempo y del espacio que pueden hacernos comprender cómo funcionaban ciertas tecnologías, cómo trabajaba la gente y cómo los restos se trasladan al registro arqueológico, es más complicado plantearse un punto comparativo del mundo de las ideas, de su organización social, de las relaciones entre sexos, entre individuos de diferentes tribus, etc.
Pero es aquí donde la etnoarqueología ha demostrado interesantes resultados, pues ha puesto a la luz nuevas interpretaciones de enorme ayuda para la arqueología.
Si en un hallazgo arqueológico nos encontrásemos con una maza tallada ¿cómo podríamos interpretarla? Aquí la etnoarqueología alcanza su máxima expresión, ya que si bien no puede dar respuestas, sí puede cuestionar interpretaciones puramente arqueológicas.



Éste es el caso característico de una maza tallada de madera del archipiélago Melanesio, cuya finalidad y función es para matar cerdos en un ritual orientado a los espíritus de los muertos ¿Cómo podríamos interpretar esta maza en el registro arqueológico si carecemos de indicios de matanzas de cerdos? Quizá hubiéramos pensado que era una maza para la guerra o símbolo de prestigio social del que la poseyera.
En este caso la etnoarqueología nos hace que pensar, como lo hace también L. Binford al referirse a las trampas de caída mortal pensada para la captura del lobo, construidas por los Nunamiut en otoño. Binford ha observado construcciones similares en yacimientos asociados con el hombre del Neandertal y también ha observado que muchos de los lugares descritos por los arqueólogos norteamericanos como enterramientos infantiles, son en realidad trampas de caída mortal.
Por otro lado son sumamente interesantes los resultado del etnoarqueólogo Peter White, el cual llevó a cabo un trabajo a gran escala en las tierras altas de Papua Nueva Guinea en 1964. las gentes de este lugar vieron por primera vez al hombre blanco en 1933, con lo cual White llevó a cabo sus investigaciones con gentes que habían vivido anteriormente a la llegada del hombre blanco y por lo tanto en su estado puro.

Peter White, junto con el antropólogo N. Mollesca, cambiaron la visión de la clasificación de las herramientas de piedra como material arqueológico. Pidieron a un grupo de individuos que forman clanes, los “Dunas” que hicieran miles de piedras en un par de semanas y el resultado fue interesantísimo, pues a pesar del hecho de que los artesanos llegaban de poblados con el mismo transfondo cultural y de creer estar haciendo las mismas herramientas, las mediciones probaron notables diferencias en la fabricación, no sólo entre diferentes artesanos, sino también entre individuos, incluso el mismo artesano podía hacerla diferente día a día.
Eso en el análisis tradicional del registro arqueológico podía haber sido explicado como diferencias culturales, por lo que los resultados de Peter White han cambiado la visión de la clasificación de las herramientas de piedra como material arqueológico.